¡Shaná Tová Buenos Aires!

“...Si yo me voy, conmigo irá todo lo que soy. Lejos de mí, lejos de aquí, yo no sere yo...” (Armando Tejada Gómez y César Isella, “Fuegos en Anymaná”)

Por Alberto Mazor (Desde Israel

Gardel resucita cantando en el salón de mi casa en el kibutz y frente a mis ojos aparece colgado un póster con un título especial: “Mi Buenos Aires querido”. La guitarra sigue a mi lado; tanto ella como yo nacimos allí.
Voy a decirle ¡“Shaná Tová!” a Buenos Aires; tal vez a modo de despedida; estoy seguro de volverla a ver, pero ya no será mi Buenos Aires…

Quiero, desde Israel, desearle Shaná Tová a todo Buenos Aires; no a aquel de los pósters; mi Buenos Aires no figuraba en ningún medio publicitario. El de los pósters era el Buenos Aires cíclope, semental, demoledor, impresionante, turístico, luminoso por fuera, enceguecedor, envuelto en un paquete con moño y que nunca duerme.
Mi Buenos Aires dormía, era real, y como todo lo real, se cansaba.
En los libros turísticos no aparecen las villas miserias, la Isla Maciel, Avellaneda, Lomas, Barracas, los mendigos del subte, las medialunas frescas, el diariero gritando a viva voz, el olor de los asados que emanaba de las obras en construcción al mediodía, mi escuela primaria transformada, después, en playa de estacionamiento o en supermercado; no están Caseros, Parque Patricios, Villa Crespo, Caballito o Nazca y Gaona. No se ven calles adoquinadas o macetas con malvones, ni pibas con delantales blancos a las cuales seguíamos de cerca a la salida del “cole” sin saber por qué caminos.
Mi Buenos Aires eran las rabonas a la escuela para descubrir qué hay más allá de los libros de estudio y que nadie se preocupaba en enseñarnos; íbamos a aprender la verdadera vida fuera del aula mientras allá adentro seguíamos aplazados en taquigrafía.
Mi Buenos Aires son los tranvías a las siete de la mañana, cuando el frío entraba por los más delgados bolsillos; es el vapor exhalado con el cual nos calentábamos las manos en los recreos; era caminar por Florida cuando ya todos los negocios estaban cerrados y todas las vidrieras iluminadas; no entregar el vale de la pizza para presentarlo de nuevo y comerse otra porción; envidiar a mi profesor de guitarra por la forma en que hacía bailar sus dedos sobre el diapasón; armar barullo en el cine Atlantic, al lado del mercado de Monserrat, o en las escaleras de casa jugando al ‘Llanero Solitario’.
Buenos Aires eran domingos con la televisión encendida todo el día y las milanesas a la napolitana recalentadas; eran los almuerzos familiares en El Toboso -de Callao y Corrientes- o en el Palacio de la Papa Frita -cuando había guita- y caminar con la panza llena hasta el cine Los Angeles, o Metropolitan, o Libertador para ver si daban “alguna película para los chicos”.
Buenos Aires es haberme quedado profundamente dormido acurrucado en el tapado de piel de la vieja viendo Miguel Strogoff, o esperar ansiosamente los lunes para leer las crónicas de Diego Lucero en el Clarín.
Buenos Aires eran Tía Vicenta, El Gráfico y Goles en la peluquería de Simón, los pletzalej de Goldstein, el bifacho de doña Carmen, los pescados de Pascual, las verduras de Manolo, los pollos desplumados de Inés, los remedios de la farmacia de Emilio y el almacén de Daniel frente al Centro de Almaceneros.
Buenos Aires era jugar al fútbol en los interminables pastos de Núñez con todos los pibes de la familia, “un poco lejos”, para que los grandes puedan tomar mate, charlar libremente y planificar la mejor forma de joderse más la vida.
Buenos Aires eran los especiales de crudo y queso en lo de Marcial, los pebetes del bufett de Hebraica, los cubanitos a la salida de la escuela y el pan pagado por la cooperadora.
Buenos Aires fueron el kinder del Peretz, el Shule Bialik de Aguirre, el Templo de Libertad, el Rabino Kalmele Weitz, Hebraica, la Tnuá, la pizzería Serafín, los helados de Zanettín y viajar colgado de un tren solo para sentir vértigo o no pagar boleto.
Buenos Aires era mirar de reojo el escote de las minas en el subte, piropearlas en los colectivos, entrar de colado a las películas para mayores y soñar con las chicas de Divito.
Mi Buenos Aires era andar de la mano con las chicas por callejuelas oscuras para besarnos “solo hasta el cuello”; era saberse de memoria una infinidad de tangos y canciones folklóricas. Buenos Aires también era el copetín obligado de los viernes al mediodía en el bar de la esquina de Alsina y Sáenz Peña haciendo la ‘polla’ ilegal de los partidos del domingo; era cargar a todo el mundo por teléfono; buscar la aventura más insólita que podía estar a la vuelta de cualquier esquina.
Buenos Aires fueron la epidemia de polio, el entierro de Evita y la revolución del ´55, cuando de repente me di cuenta que las guerras no son solo cuentos que están en los manuales de estudio; era ver los aviones bombardeando Plaza de Mayo, escuchar las ametralladoras al lado del Departamento de Policía; era también ver pasar a los tanques triturando el asfalto y la entrega de paquetes de cigarrillos a los pobres milicos del interior.
Mi Buenos Aires era correrlo de este a oeste hasta el agotamiento, entrenándome para las carreras del “Intertnuot” o perseguir velozmente al tranvía en el cual viajaba mi hermano menor, desde la Hebraica a casa, cuando no había plata para pagar el boleto de los dos.
Buenos Aires empezaba en casa cualquier día y terminaba lejos por cualquier causa.
Buenos Aires era irme al cementerio de Liniers a ponerle flores a la tumba de los tíos; era salir a caminar en Navidad por Corrientes, cuando no había ni un alma, sólo para verla desierta; era ver la salida del sol en la Costanera después de los “asaltos” o boludear alrededor del Obelisco cada vez que terminaba un año escolar.
Buenos Aires era no entender políticamente nada, a pesar de leer y repartir Nueva Sión en los quioscos durante años, y de frecuentar constantemente las librerías abiertas hasta las cuatro de la madrugada.
Buenos Aires eran los libros de la colección Robin Hood o los programas radiales de Tarzán y Sandokán que luego se hicieron visuales con Cisco Kid, La Patrulla del Camino, Los Intocables y Ruta 66.
Mi Buenos Aires era tratar de ser fuerte como Karadagián, lindo como Alfredo Alcón, famoso como Ernesto Grillo, leal como Paturuzú y perfecto como Sarmiento.
Mi Buenos Aires son cien mil cosas más que no figuran ni en los libros de geografía, ni en los folletos de la Oficina de Turismo, ni en los poemas de Borges, ni en las crónicas de Dalmiro Sáenz.
No es problema desearle Shaná Tová ni despedirme de mi Buenos Aires; ni siquiera fue problema dejarlo porque es solo mio y está allí, donde ni yo ni nadie puede volver a encontrarlo; lo máximo que podré decir algún día, esbozando una tierna lágrima será:
– ¿Te acordás?. Y nada más; un recuerdo, un suspiro, un muelle con un barco a punto de zarpar y una bendita partida para el resto de la vida.
Mi Buenos Aires es, a veces, mi refugio; lo importante es aceptar que en la vida no se puede ser un eterno refugiado.
¡Chau mi Buenos Aires! ¡Shaná Tová y Jatimá Tová!…