El Castillo de Kafka:

Una simbología del judío y la Diáspora

Franz Kafka es, sin lugar a dudas, el escritor judío de mayor renombre en el mundo de las letras, por encima de artistas no menos brillantes -incluso mucho más virtuosos- como Isaac Bashevis Singer o Y. S. Agnón, galardonados con el Nobel de la Academia Sueca. Kafka, en cambio, publicó muy poco en vida, siempre a regañadientes, y sin embargo goza hoy de una fama póstuma sólo comparable a las de Proust, Joyce y algún otro miembro del canon literario.

Por Sebastián Kleiman

Borges, el único argentino que podría incluirse en una lista de maestros, fundamentó el carácter universal de la obra del escritor checo en la omisión deliberada de toda referencia explícita al judaísmo -la palabra judío no figura ni una sola vez en los relatos y las novelas de Kafka-.
No ocurre lo mismo con los diarios de Kafka, cuya lectura revela a un artista consustanciado con los problemas y contradicciones de la diáspora judía que no sólo asistió asiduamente a representaciones de teatro en yiddish y emprendió en sus últimos años el estudio del idioma hebreo sino que, en diversas oportunidades, contempló la posibilidad abandonar su empleo en Praga y emigrar a Palestina. Sin embargo, esta oposición entre una literatura de ficción universal y otra autobiográfica vinculada al judaísmo no es más que aparente.

La condición judía

El escritor Max Brod, amigo cercano de Kafka y albacea responsable de la publicación póstuma de los manuscritos entre los que se encontraba el de la novela inconclusa El Castillo, supo leer en la trama de este libro un simbología de la condición del judío de la diáspora.
En su libro Kafka, escrito durante su vejez en Tel-Aviv, Brod narra la biografía de su amigo y allí mismo esboza una interpretación religiosa de El Castillo. K., el solitario protagonista de esta novela, llega a una aldea con la intención de desempeñarse como agrimensor.
Dice Brod: “Es un extraño, y ha caído en un pueblo que mira con desconfianza a los extraños. (…) Es el sentimiento especial del judío que quisiera arraigarse en un medio extraño, que anhela con todas las fuerzas de su alma acercarse al prójimo y ser totalmente idéntico a él, pero no logra tal identificación.”
K. se pierde en la aldea desconocida y encuentra a un campesino que balbucea palabras ininteligibles que él toma por una invitación; más tarde termina por descubrir que quien lo dejó entrar era un imbécil. No es difícil establecer una relación entre esta “tolerancia” semicasual y los curiosos documentos legales, base sobre la cual edificaban los judíos, en la Diáspora europea, su “Derecho de Vivienda”. El repudio que los pobladores manifiestan a K. y la forzada amabilidad con la que el protagonista pretende congraciarse con ellos no es más que un retrato de la situación judía, narrado con profunda nostalgia.
Este ambiente hostil se desdobla para K. en dos capas: el Castillo y la aldea. El primero, distante e inasible, representa la divinidad; la aldea, según Brod, simboliza la “madre tierra”. Ante la imposibilidad de acceder al Castillo, K. pretende obtener algún beneficio en él mediante la consustanciación con los pobladores de la aldea. El pasaje entero alude a la psicología del asimilado.
La palabra judío no aparece en la novela. Sin embargo, en El Castillo, Kafka ha dicho más sobre la situación actual del judaísmo, extrayéndolo de su alma judía y volcándolo en un relato simple y universal, de lo que hubiera podido hacerlo en un tratado de erudición. Esta y otras particularidades de su obra le han valido el puesto más destacado en la inmensa lista de escritores del pueblo que, no en vano, es conocido como el pueblo del libro.