El balance de las cuentas públicas debe ser, ante todo, social

La sociedad argentina vive actualmente los conflictos sociales en forma manifiesta. Trabajadores de los sectores público y privado se movilizan en defensa de sus salarios y de sus derechos. En las últimas semanas se están realizando prolongadas huelgas y movilizaciones en pos de un incremento en las remuneraciones de trabajadores de la salud y de docentes y empleados no docentes universitarios y de un aumento del presupuesto en las universidades. Aceptar la precariedad del estado actual de los sistemas de educación y salud, después de años de deterioro debido al predominio de políticas neoliberales, no constituye un tema de discusión. Pero es necesario señalar, todavía, la insuficiencia de propuestas integrales de desarrollo en el marco de un discurso que plantea el abandono de aquellas políticas.

Por Mario Rapoport

El superávit fiscal que se reclama como un logro esencial, fue posible luego del significativo ajuste de los ingresos reales de la población realizado a través de la devaluación. En ese sentido, la propia disponibilidad de esos recursos refuerza la validez de los reclamos.
En un país marcado por una penosa situación social, con una parte importante de la población con necesidades básicas insatisfechas, sectores marginados y una estructura productiva en gran medida deteriorada, el papel del gobierno tiene que ir más allá de garantizar el equilibrio fiscal del Estado; el respaldo que brinda la holgura en las cuentas públicas debe destinarse a la realización de políticas activas en las áreas de salud, educación y empleo. La problemática es compleja, y su comprensión requiere una visión profunda sobre el papel del Estado en el proceso de desarrollo, proceso que nuestro país necesita retomar urgentemente para superar su profunda crisis social.
Recordemos que después de la gran crisis de 1930, se produjo mundialmente un cambio fundamental en el rol del Estado. A la evidencia práctica del estancamiento y el desempleo se sumó la contribución teórica de que el equilibrio general no era una condición “natural” de los sistemas económicos. La frustración de la creencia en la autorregulación de los mercados y en los beneficios resultantes de la libre circulación del capital, motivó una participación activa de los Estados nacionales en la economía. Existía la percepción de que los desequilibrios podían extenderse en el tiempo ocasionando graves conflictos sociales, y la discusión sobre el rol del Estado giraba en torno a políticas económicas que pudieran acercar la producción a un nivel próximo a la plena utilización de la capacidad productiva y el pleno empleo, pero también en relación a las políticas sociales necesarias para evitar la conflictividad social.
Durante las décadas del ´50 y ´60, se consolidó en los países desarrollados el Estado de Bienestar, que además de aplicar políticas anticíclicas para promover el empleo, amplió considerablemente las prestaciones sociales en las áreas de salud y educación. En los países emergentes, sin embargo, las necesidades del desarrollo chocaban con fuertes límites, que imponían la necesidad de una transformación económica y social. El Estado, que se fortaleció en algunos de esos países, rezagados respecto de los centros económicos mundiales, tenía la ardua tarea de impulsar la industrialización y cubrir el déficit social. Para ello se entendía como necesaria la planificación del desarrollo y se utilizaron diversos instrumentos de intervención en la economía, como el tomar a cargo en el área estatal sectores de la producción que no interesaban a la iniciativa privada o para los que ésta resultaba poco eficaz. Es decir, el Estado debía llevar adelante políticas públicas para aumentar el empleo y la demanda efectiva y mejorar la distribución de los ingresos, al tiempo que sostenía el proceso de acumulación de capital.
Sin embargo, la misma industrialización encontró nuevos límites en las crisis recurrentes de las balanzas de pagos y en la inflación estructural que marcaba los conflictos distributivos a nivel interno. Además, en muchos de esos países los proyectos nacionales de desarrollo fueron abortados en la década del ´70, cuando la recesión de los centros económicos mundiales y el incremento del precio de algunos insumos importados (notablemente del petróleo) les produjo perjuicios considerables, y cuando la financiación internacional los obligó a adoptar políticas neoliberales, de ajuste y apertura irrestricta, en los sectores financiero y comercial. Por otra parte, pese a que la escuela neoclásica experimentaba un fracaso rotundo para explicar el crecimiento económico, desde los centros académicos del “primer mundo” se expandió la idea de que el Estado debía limitarse a garantizar el libre funcionamiento de los mercados.
En los ’80 y los ‘90 el Estado pasó a ser visto directamente por las elites dominantes como la causa del mal funcionamiento de las economías, El despilfarro de recursos y la ausencia de un ambiente competitivo y dinámico, llevaría a los empresarios -según tal enfoque, preconizado entre otros por la conocida Anne Krueger- a la especulación y a la búsqueda de “favores del gobierno”. Esta visión, que en verdad se correspondía con los intereses económicos prevalecientes en las dictaduras militares que asolaron el continente latinoamericano en esos años, fue publicitada por los organismos internacionales y comprada por los nuevos gobiernos democráticos, en especial por aquellos que experimentaban un estrangulamiento externo asfixiante, cuya manifestación saliente fue la “crisis de la deuda” en América Latina. Así se sustentaron las políticas de achicamiento y desmantelamiento del Estado mediante la implementación de las “reformas estructurales”, que paradójicamente no eliminaron la corrupción sino que la incrementaron.
El carácter ideológico de la visión neoliberal del papel del Estado se encuentra en su unilateralidad reduccionista. Su argumento principal, basado en la proposición dogmática de que el mercado es el que mejor asigna los recursos disponibles, olvida que la construcción de instituciones públicas y democráticas es esencial para el crecimiento económico e indisociable del consenso social. Sus recomendaciones pretenden resolver un problema que no pueden comprender, y su aplicación equivalió a “tirar el bebé con el agua sucia”: para superar los límites del proceso de desarrollo se llevó a cabo su abandono; en vez de reconstruir el Estado, se emprendió su destrucción.
La prédica favorable al libre mercado pretendía sustentarse en la famosa “mano invisible” por Adam Smith, pero falsificaba las ideas de aquel gran pensador, que no omitía la consideración de la importancia del Estado en el devenir de las sociedades. En sus propias palabras: “El primer deber del soberano es la defensa nacional, es decir, proteger a la sociedad de la violencia y la injusticia de otras naciones (…) El segundo deber del soberano es el de la protección, en tanto que fuera posible cada miembro de la sociedad tiene que ser protegido de la injusticia y de la opresión por parte de cualquier otro miembro de ella (…) El tercer deber del soberano es el de desarrollar los bienes públicos, es decir las instituciones públicas que, aunque pueden ser útiles en el más alto grado a la sociedad, son de una naturaleza tal que la obtención de un beneficio no pude jamar cubrir los gastos de un individuo o de un pequeño grupo de ciudadanos…La realización de este deber necesita de diferentes niveles de gastos que varían según los grados de desarrollo de las sociedades”.
La insistente exigencia a favor de la reducción del Estado se sustenta así en falacias largamente elaboradas por la ideología neoliberal, que el mismo Adam Smith refutaría. En contra de la responsabilidad social asumida en sus gastos por el Estado de Bienestar, el neoliberalismo sostiene que los costos de las políticas públicas reducen el ahorro y la inversión, y que la intervención en el mercado de trabajo obstaculiza la creación de empleo. La experiencia histórica de los países nórdicos de Europa socava la validez de esos argumentos. En ellos el Estado enfatizó la universalización de los derechos sociales, manteniendo fuertes gastos en educación, salud y servicios sociales, que se financiaron mediante impuestos progresivos, es decir, gravando más intensamente las ganancias de las empresas y de los sectores de la población con mayores ingresos. Con la implementación de esas políticas, -y no a pesar de ellas- lograron un crecimiento económico sostenido y una distribución del ingreso más equitativa, achicando los niveles de pobreza y marginalidad. En suma, un desempeño económico y social mucho mejor que la mayoría de los países que implementaron políticas de ajuste en el sector público.
Por su parte, la firme posición en contra de la intervención estatal, sustentada en la creencia de que las restricciones a la libre circulación del capital necesariamente perjudican la eficiencia de la estructura productiva, también se ve rebatida por la experiencia histórica. El recorrido del desarrollo económico en los países del Sudeste Asiático ha mostrado que la regulación de los mercados y las inversiones en capital humano son necesidades cruciales para construir una estructura productiva eficiente a nivel internacional. Esos países basaron su estrategia de desarrollo en el fortalecimiento de la industria nacional, para lo cual mantuvieron gastos importantes en educación y capacitación de la población que contribuyeron a desarrollar la capacidad para innovar y exportar productos tecnológicos de elevado valor agregado.
En la Argentina de hoy, donde los problemas del desarrollo y de la distribución de los ingresos van de la mano, la profunda necesidad de articular un proyecto nacional, del que depende nuestro futuro como individuos y como nación, requiere la construcción de un nuevo tipo de Estado, con una democracia mucho más participativa y fuertes bases institucionales, cuyas políticas de crecimiento sirvan para cubrir, en primera instancia, con el superávit fiscal el todavía enorme el déficit social y el creciente déficit educativo y de los sistemas de salud. Un buen balance de las cuentas públicas debe ser ante todo en beneficio del conjunto de la sociedad.