Los judíos griegos y la memoria:

David Galante, de Rodas

El siguiente testimonio fue dado por David Galante -en agosto de 2004- con motivo de realizar un viaje a Auschwitz, junto a un reducido grupo de sobrevivientes de Rodas- para conmemorar el 16 de agosto de 1944, fecha de su llegada a este campo de destrucción y muerte. Este emotivo y significativo texto se reproduce con permiso de su autor.

Yo, David Galante, nacido en la isla de Rodas, hoy solo estoy junto a ustedes para contarles lo que vi. Y me tomo el atrevimiento de hablar no solamente en mi nombre, sino en nombre de todos los judíos de Rodas, Salónica y Cos que no sobrevivieron para contarlo.
Testimonio aquí, ante todos ustedes lo que mis ojos vieron. Y mi mente se remonta allá, muy lejos, a la isla de Rodas, a una época que nunca debió existir.
Y recuerdo que vi a mi madre, Rebeca, que con sus manos sabias hacía milagros con una calabaza y un poco de arroz, para alimentar el espíritu de una familia doblegada por los avatares de la guerra.
Y vi a mi padre, Abraham en su tienda del Charshi, cargando prendas y haciendo innumerables cuentas para ver cuánto le faltaba para llevar el pan a casa y hacernos creer que todo estaba bien, y que las penurias habrían de terminar pronto.
Vi a mis hermanos, Moshé, Rosa, Juana y Matilde trabajando denodadamente e improvisando labores milagrosas para mantener viva la llama de la esperanza en el hogar, cuando papá tuvo que cerrar el negocio y mamá no alcanzaba con sus manos para llevar el alimento a la mesa familiar.
Y vi a mi pueblo, plagado de anhelos y de sueños, tenaz en el esfuerzo, perseverante en el empeño, que un día fue expulsado de Rodas, nuestro mundo, para protagonizar el papel principal, en la página más dramática de la historia de la humanidad.
Vi un día a los nazis desembarcar en Rodas, mientras caían las bombas aliadas y la guerra se instalaba en nuestras vidas de una forma que ni en la peor pesadilla hubiéramos imaginado.
Vi los bombardeos destruyendo las casas de la yudería.
Vi a nuestras familias destruidas entre los escombros y vi por primera vez la muerte que, sombríamente, empezaba a mostrar su peor rostro.
Vi mi casa destrozada, mis cosas destruidas, mi mundo aniquilado.
Vi la orden que nos ordenaba presentarnos ante los nazis, con todas nuestras pertenencias y también con nuestro futuro.
Vi a los nazis sacarnos todo, golpeándonos violentamente para quedarse con nuestro dinero, con nuestros muebles, con nuestras joyas, para finalmente quedarse con lo más valioso: nuestro destino.
Vi la ciudad de Rodas alejarse lentamente a mis espaldas, despidiéndonos hacia el más trágico destino.
Vi unas barcazas infames en las que nos transportaron a los 1.800 judíos de Rodas y Cos, hacinados, hasta el puerto del Pireo, sin comida, sin agua y sin ilusiones.
Vi a los barcos aliados mantenerse inmóviles ante nuestro paso hacia la muerte, sin oponer la menor resistencia.
Vi unos trenes que nos esperaban al llegar a Grecia. “Ocho caballos u Ochenta personas” decía la inscripción en el exterior del vagón.
Vi a mi alrededor hacinamiento, impotencia, asfixia, hambre, miedo, angustia, dolor y muerte, junto a un barril hediondo donde hacíamos nuestras necesidades y que sólo una vez cada tres paraban para vaciar.
Vi a través de una pequeña hendija, por la que apenas podíamos respirar, cómo atravesábamos distintos parajes, durante los interminables doce días que duró el viaje hasta Auschwitz.

Y juro que hasta ese momento, todavía no había visto nada.

Porque en Auschwitz comencé a ver, lo que nunca debí haber visto, lo que nunca nadie verá, lo que mis ojos no podrán olvidar.
Vi al tren que se detuvo. Ya los kapos apaleándonos ferozmente al bajar del vagón.
Vi cómo nos iban separando a los hombres de las mujeres, a los viejos de los jóvenes, a los niños de sus padres, a los fuertes de los débiles, a los sanos de los enfermos y a los que se iban a la muerte de los que empezábamos a convivir con ella.
«Los chicos con los vieyos» oí que decían algunos.

Allí, vi a mi padre, vi a mi madre y vi a mis hermanas por última vez en mi vida. Estos ojos, nunca los volverían a ver.

También vi cómo grababan un número en mi brazo. El número con el que intentaron reemplazar mi nombre y mi identidad: B7328; el número que también hoy veo cada mañana al despertar.

Vi una barraca entre miles. Barracas donde la gente se hacinaba en camastros de a cinco y de donde nos levantábamos de madrugada en pleno invierno para trabajar e intentar sobrevivir, si conseguíamos esquivar a la muerte un día más.
Vi cuerpos muertos desparramados por el suelo. Primero uno, luego diez, cien, otra vez mil.
Vi los crematorios echando un humo negro por sus chimeneas y no quise ver allí a nuestros padres, a nuestros hermanos, amigos, hijos, sobrinos, tíos y abuelos que el viento apenas alcanzaba a desparramar.
Vi tratando de no ver y esa fue mi única manera de sobrevivir.
Vi cómo el hambre se hizo cuerpo entre nosotros, simplificando la tarea de nuestros asesinos.
Vi cómo el deseo de sobrevivir no tiene límites y cómo el dolor nos hace insensibles.
Vi los cuerpos colgados de los que se rebelaron para que descartáramos cualquier idea de rebelarnos.
Vi locura y miseria. Vi arrogancia y tragedia. Vi el infeliz espectáculo de la vida y la muerte jugándose a cada instante.
Vi una bala perdida que rozaba mi nariz, para acertar en la cara del hombre que quedó tendido a mi lado.
Vi a mis hermanos abandonarse al dolor, quebrar las rodillas, dejarse caer. Vi a la impotencia triunfar sobre el valor y el dolor habitando hasta el último rincón del alma.

Vi mil cosas peores aún de las que acabo de contar. Pero no las querría volver a ver.
Sin embargo recuerdo, de manera recurrente, algo que escuché una y mil veces en las voces de los desahuciados y que todavía retumba en mis oídos.
Escuché claramente que decían: «Salgan, sobrevivan, sálvense, aunque más no sea para contarle al mundo lo que vieron».
Esto, es lo que estoy haciendo esta noche acá junto a ustedes.
Contarles lo que vi.
Y estoy seguro que no habría tenido que ver todo lo que les acabo de narrar, si el mundo entero no hubiera estado mirando hacia otro lado, mientras esto sucedía.
Lo que estos ojos vieron, nunca lo podrán olvidar.
Y les juro que seguiré contando cada detalle del horror que me tocó vivir, mientras mis fuerzas me lo permitan.
Esas fuerzas que el nazismo intentó doblegar hasta el último intento, aún cuando sabían que habían perdido la guerra.

Recuerden. Nunca olviden lo que sucedió. Porque olvidar es volver a matar a los mártires de la Shoah.