El desafío de recuperar la dignidad

A 20 años de la ‘Operación Moisés’

Keywords: Israel, israelíes, judíos etíopes, inmigración, aliá, racismo, integración, Derechos Humanos, Etiopía, Sudán, Operación Moisés, Operación Salomón... Hace veinte años, miles de judíos de Etiopía eran traídos a Israel en medio de la emoción de todo el pueblo judío en el mundo. ¿Qué les pasó desde entonces? He aquí un diario de viaje.

Entre noviembre de 1984 y enero de 1985 fueron traídos a Israel 8.000 judíos de Etiopía, los Beta Israel, como ellos se autodenominan. La ‘Operación Moisés’ fue interrumpida por una filtración del gobierno de Sudán a un ignoto medio de prensa israelí. Es que el país musulmán, gobernado por Haile Selasi, estaba alineado con la Unión Soviética de entonces, por lo cual le estaba prohibido colaborar con el estado judío.
Muchos judíos se quedaron entonces varados en el campo de refugiados de Sudán por muchos meses, sufriendo hacinación, tedio, enfermedades y muerte. Muchos de ellos huyeron, otros volvieron a Etiopía y otros se quedaron en Sudán, esperando que el operativo se reanudara.
El operativo se reanudó, pero sólo en enero de 1991, con la ‘Operación Salomón’, que trajo a Israel otros 15.000 etíopes, que fueron recibidos, con calidez y nuevas emociones, por la sociedad israelí.
Entre los dos operativos, más los que vinieron antes, después y en el medio, suman hoy unos 105.000 etíopes. Se trata de una de las comunidades étnicas más pequeñas de Israel, pero seguramente la más visible. Por su color de piel. Al punto que los nacidos en Israel siguen siendo llamados «etíopes».
La integración ha sido desigual. Pero tal integración es un proceso heterogéneo y de dos vías, en las que parte del establishment y de la población receptora acepta y otra parte rechaza; en que parte de la comunidad inmigrante se adapta con lucha, y otra se encierra en sí misma y en su frustración. Esto es particularmente cierto en el caso de la aliá etíope, mucho más que el caso ruso, por tres razones:
1- porque los rusos trajeron un «capital intelectual» mejor adaptado a la estructura occidental de la sociedad y el Estado;
2- por una mayor, y casi abismal, distancia cultural en términos de composición, tradición y estructura familiar, tecnología y paradigmas de pensamiento; y
3- porque los hijos de los rusos son israelíes «ashkenazíes» del común, y su origen ruso no se reconoce a menos que ellos lo mencionen; la situación «inmigrante» etíope, en cambio, continúa hacia la siguiente generación: porque son visibles y por su inclinación a la vida en clan, en la que, incluso, muchos etíopes-sabras (nacidos en Israel) siguen conservando el acento etíope en su hebreo.

Un poco de números, para empezar. Unos 27.000 de los 105.000 etíopes que hay en Israel son ya nacidos en este país. Una familia etíope promedio es más grande que la israelí nativa: ésta cuenta con un promedio de 2,7 hijos por familia; la etíope se mueve entre los 4,4 hijos y los 6,2 según mediciones en diferentes poblados y ciudades. Es también una comunidad muy joven: la mitad no han superado los 18 años, y los que tienen 65 de edad o más no superan el 7%.

Choque cultural… frontal

«Estaba en el correo esperando en la fila. Cuando llegó mi turno me quedé parado, esperando que me llamaran, como debe ser. Para mi asombro, los que venían atrás mío me pasaron uno tras otro. Sin pedir permiso, sin preguntar. Nadie se dirigió a mí para ver por qué estaba parado ahí, en el principio de la cola, sin moverme. Así, hasta que el correo cerró. Al día siguiente volví y ocurrió exactamente lo mismo. Al tercer día también. Entonces hablé con un maestro, más veterano en Israel, que me explicó los modales de aquí. Yo estaba shockeado, no lo podía creer. Hasta tal punto era grande la distancia entre nosotros».
Así explicaba Ambebe, que llegó en la Operación Moisés, hoy un docente que se dedica a la formación de liderazgo entre adolescentes israelíes etíopes, a este cronista. Si así ocurría en la banal cola de un correo, es posible imaginar lo que ocurría en los niveles más profundos. Uno de los pueblos más educados y delicados del mundo, se había encontrado con uno de los más groseros, el israelí, cuyo rasgo folklórico principal es ese: empujar en las filas de supermercados, paradas de colectivos, correos y afines.
El israelí está suavizando paulatinamente sus modales. Aquellos que levantan sus cejas al leer esta afirmación, recuerden o sepan que antes la situación era peor. Sin embargo, con los etíopes, el choque es también entre una sociedad tradicional, donde el respeto por los padres y todas las demás jerarquías son una norma inquebrantable, y otra sociedad en la que reina el individualismo exacerbado que plantea la democracia y, junto con ella, el posmodernismo y la globalización consumista.
«En Etiopía crecí en un hogar tradicional de respeto a los mayores. Aquí no hay ningún respeto», le dijo Imzat Akala a Doron Scheffer del sitio web israelí ‘Ynet’.
«En Etiopía respetábamos a los maestros, que eran considerados muy dominantes e importantes y con autoridad. Como alumnos siempre éramos disciplinados y cordiales. Aquí en Israel todo es más abierto y democrático. La sociedad israelí es salvaje, liberada y nada disciplinada. Me costó mucho aceptar esa conducta y ese trato por parte de esta sociedad».
Los jóvenes debieron hallar sus propios mecanismos de supervivencia ante esta realidad. Muchos de ellos, hasta hoy, abrazaron el sentimiento de víctima y la amargura como un destino inevitable en su vida. Muchos otros, en cambio, hicieron el esfuerzo de decidir no ser víctimas, tomar la vida en sus manos y trabajar y estudiar para ser como el resto de su generación en Israel.

Violencia cruzada

Ciertamente, no es posible juzgar al primero de estos grupos: la primera generación, los que llegaron, sufrieron las humillaciones del Estado que no los supo absorber debidamente. Hacinamiento en barrios de casas prefabricadas alejadas de todo punto urbano, y sólo entre etíopes o, en el mejor de los casos, inmigrantes rusos con sentimiento de frustración igual que ellos. Escasas oportunidades de educación y de inserción laboral.
Pero sobre todo, dos humillaciones puntuales, históricas, están grabadas a fuego en la memoria colectiva etíope-israelí.
La primera fue cuando, a su llegada, después de que el ex Rabino Principal Sefardí, el rabino Ovadia Yosef había decidido ya en los años ´70 que los judíos etíopes lo son en todas las de la ley, y que el Estado judío decidiera traerlos en puentes aéreos y darles ciudadanía como judíos, otro rabino del Rabinato estatal decidió que no eran suficientemente judíos y que debían convertirse en un proceso acelerado. Sus rabinos, los «keisim», tampoco fueron aceptados como autoridades religiosas, y no se permitió la apertura de institutos para la formación de los mismos. Incluso cuando, sin alternativa, los etíopes estudian para rabinos en las ieshivot (casas de estudios rabínicos) reconocidas, los rabinos de origen etíope no obtienen permiso para ejercer al frente de comunidades propias.
La segunda humillación puntual fue el llamado «Escándalo de la sangre». En 1996 se supo por la prensa que Maguen David Adom (Estrella de David Roja, el equivalente israelí a la Cruz Roja), a pesar de haber aceptado donaciones de sangre de etíopes, se había abstenido por años de usarla por venir de África, un continente donde existen altas probabilidades estadísticas relativas de que cada individuo dado sea portador de SIDA. No sólo el hecho en sí, sino el haber sido engañados por años, tomando su sangre para luego echarla a la basura, provocó que los etíopes salieran a la calle a manifestar de modo violento, por primera y única vez.
Pero también es cierto que en la dinámica que, como suele suceder, es de a dos, los etíopes mismos tuvieron su parte. Los padres, que llegaron y fueron bien recibidos pero ante los cuales se cerraron puertas diversas, hicieron respirar esa frustración a sus hijos en casa, transmitiendo a la siguiente generación su «síndrome de la víctima».
Por otro lado, los etíopes han ido a vivir a «barrios etíopes» cuando pudieron, al menos técnicamente, haber salido del «gueto». En efecto, en 1992, el gobierno de Itzjak Rabin decidió erradicar todas barriadas marginadas etíopes y hacerlos salir a todos de su condición de habitantes crónicos de los centros de absorción, a viviendas normales. Para ello les ofreció un préstamo hipotecario de hasta 110.000 dólares, del cual tenían que devolver sólo hasta un 15% y en el lapso de 28 años. El resto sería condonado como subvención estatal. El último centro para etíopes fue cerrado en 2003.
Si bien la suma es de todos modos exigua como para permitir comprar una vivienda en los centros urbanos, lo cual los obligó a mudarse a poblados periféricos con menos oportunidades de progreso, la comunidad etíope eligió, además, permanecer unida en base a su familia extendida y a su comunidad. De ese modo se crearon verdaderos guetos donde, eso sí, son poseedores de sus propiedades.
Paralelamente, en el choque con la sociedad israelí, la autoridad de los padres, maestros y keisim se resintió y los jóvenes tienen otros referentes. Sólo que, al estar confinados a un marco determinado y cerrado, en el que no existen oportunidades de desarrollo iguales a las que el modelo israelí les «vende», se produce una suerte de esquizofrenia social: el viejo modelo de autoridad y jerarquía, con sus límites claros y seguros, se rompe pues no es el aceptado por la sociedad moderna.
Los padres son anticuados y débiles, y son los hijos los que deben ayudarlos a interpretar la nueva realidad y sobrevivir en ella. Pero esta sociedad moderna no llega a cumplir para los etíopes todas sus promesas y los jóvenes crecen en una nueva frustración, sin que puedan recurrir al útero cálido de la estructura anterior, ya maltrecha y en bancarrota.
El resultado son los cuadros educativo y delictivo de la adolescencia etíope. La deserción escolar en el ciclo primario y secundario es hoy cinco veces más grande que la de la sociedad general. A pesar de ser los adolescentes etíopes un 1,3% del total de adolescentes israelíes, el porcentaje de etíopes entre todos los jóvenes con prontuario policial es de 2,8%.
Pero por otro lado, se da un alto grado de éxito entre los miembros de la comunidad etíope que sí llegan a la universidad, por lo menos tan alto como el de la población general, y ya empiezan a salir al mercado las primeras decenas de médicos, abogados, arquitectos.
Ellos atestiguan que su esfuerzo ha debido ser doble: romper las ataduras del paradigma de víctima en el que han sido criados en casa, por un lado, y el doble esfuerzo de tener que demostrar su capacidad más de lo que se les exige a los estudiantes de los demás orígenes. Pero el hecho es que ello es definitivamente posible, y es injusto tener que demostrar el doble a la sociedad mayoritaria, pero no es la única minoría a la que ello le ocurre. Pregúntenles a las mujeres de prácticamente todas las sociedades.

La hora de la responsabilidad

Hace algunas semanas, un muchacho etíope de 16 años asesinó a Maayán Sapir de 15 años en Rejovot. El asesinato conmocionó a la opinión pública por su insoportable levedad. El asesino estaba ebrio y no tenía claro por qué había estrangulado a Maayán, que volvía a casa después de salir con sus amigas.
Pero como telón de fondo, las generalizaciones sobre los etíopes también se hicieron oír. «Son peores que los rusos», «Que se vuelvan a África». Según una encuesta, sólo el 55% de los israelíes declara que soportaría tener a etíopes como vecinos.
Dany Adino Abeba, etíope y periodista, escribió una columna en ‘Ynet’ titulada «Los etíopes también tienen la culpa». Si bien denuncia el racismo, no sólo en las generalizaciones sino también en la cobertura periodística: «El barrio de Kiriat Moshé en Rejovot ha visto no pocos homicidios en los últimos años. Pero esos eran ‘dentro de la comunidad (etíope)’, y el trato era acorde. Ahora que hemos pasado el límite y hemos llegado a los vecinos, la prensa se despierta y la generalización otra vez se dispara».
Pero Abeba va más allá y se cuestiona: después de 20 años que estamos aquí, no puede ser que la culpa de nuestro fracaso como comunidad la siga teniendo la sociedad. «Tal vez se trata de una crisis de liderazgo. No logramos formar un liderazgo digno que reuniera a los miembros de la comunidad para, juntos, remover los obstáculos de la absorción, comunes a todos. (…) O tal vez es el encierro dentro de la comunidad. La acusación principal de los etíopes, de que supuestamente el gobierno nos mandó a la periferia y así nos condenó al fracaso, es esencialmente errónea. Fuimos a esos lugares por razones puramente culturales. Nos es cómodo vivir en nuestra pequeña comuna, lejos del ruido y de las dificultades de inserción. Y así, en lugar de ser dueños de casa, perpetuamos la extranjería».
El dedo acusador de Abeba hacia su propia comunidad, hacia sus líderes, es doloroso, porque es derribador de mitos sobre el «buen salvaje», el inmaculado e ingenuo «aborigen» que no es responsable de su destino, sino sólo su víctima. No es un llamado a pagar la culpa, sino a asumir la responsabilidad del porvenir: «Hace ya 20 años que acusamos a la sociedad de ‘no haber logrado absorbernos’. Quizás haya llegado la hora de admitir que en este fracaso nosotros somos socios. De comprender que no tenemos en quién confiar sino en nosotros mismos. Nuestra sensación de discriminación es muchas veces justificada, pero más de una vez es exagerada.
«Maayán Sapir cayó víctima de una delincuencia criminal, que amenaza con sembrar una destrucción inmensa en nuestra comunidad. No somos todos criminales, pero el índice de criminales en nuestro seno crece. Si no tomamos nuestro destino en nuestras manos, si seguimos sentados en casa llorando porque no nos absorben como se debe, nada detendrá la próxima tragedia».