La emancipación de El Líbano del asfixiante abrazo sirio debería concluir a finales del mes próximo, cuando el país del cedro celebre unas elecciones generales en las que por vez primera, al menos en teoría, Damasco no decidirá anticipadamente quién es el vencedor. Hay tantas esperanzas puestas en esos comicios como temor a que descarrilen en la recta final, habida cuenta de la magnitud del rompecabezas político, étnico y religioso libanés que durante tantos años ha reflejado de manera trágica casi todos los conflictos de Oriente Próximo. Son ejemplos de estas dificultades el peso político de la poderosa milicia armada fundamentalista Hezbolá o la competencia desarrollada en las calles de Beirut tras la muerte de Hariri por el tamaño de las manifestaciones pro y antisirias.
La retirada de sus tropas y de la parte más visible de su formidable tinglado de seguridad debilita un poco más al aislado presidente sirio, Bachar el Asad, que tras cinco años en el poder tiene su credibilidad tan menguada como el alcance de sus supuestas reformas y sigue básicamente en manos del sombrío aparato político-militar alumbrado por su padre. Asad hijo cometió el funesto error de apostar, con todas sus consecuencias, por que Estados Unidos saldría escaldado de Irak. Pero sería ingenuo creer que la salida de Damasco devuelve al pequeño vecino a una página en blanco.
A pesar de todo, la purga completa del poder sirio en Líbano no se va a ventilar en manifestaciones populares y anuncios a los medios informativos. Siria sigue manteniendo una tupida red de influencia que incluye hechos como que el actual Presidente Lahud y el primer ministro interino Mikati sean hombres suyos. O que los tanques y la artillería de Líbano y sus repuestos provengan básicamente de Siria, que también entrena a sus militares. El tiempo dará la medida de hasta qué punto Damasco ha dejado de considerar a Líbano su apéndice occidental.