De igual manera, los unos alabarán que el Papa abrazara tiernamente a los indígenas, y los otros le criticarán porque dio la mano a Roberto D’Aubisson, jefe de los escuadrones de la muerte en El Salvador, y organizador de la conspiración para asesinar a monseñor Oscar Romero, mientras en Nicaragua echaba una reprimenda al padre Ernesto Cardenal, arrodillado a sus pies, por formar parte del Gobierno sandinista.
Tuvo una gran comprensión para quienes pedían una solución drástica al problema de la deuda externa, que ahoga la economía de muchos países pobres en América Latina, pero también la tuvo para el Gobierno de Estados Unidos, cuando éste intervenía ilegal e inmoralmente en los conflictos políticos de Centroamérica. Una comprensión que el Gobierno de Estados Unidos pagaba en especie. El director de la CIA, William Casey, ferviente católico, informaba continuamente al Papa Wojtyla sobre las actividades de los jesuitas en Centroamérica.
La ambigüedad que el Papa mostró en sus relaciones con América Latina provenía de que era a la vez anticomunista y anticapitalista. Pero lo era asimétricamente; porque, él conocía por experiencia propia lo que puede sufrir un católico practicante bajo un régimen comunista, pero no tenía experiencia de lo mal que lo pasan los obreros y los campesinos en un régimen capitalista salvaje, como los que hay en el Mundo Pobre. De lo primero tenía vivencias y podía reaccionar con energía contra los causantes de la persecución a la Iglesia; de lo segundo no tenía experiencias propias. Nos podríamos preguntar qué hubiera sido del padre Wojtyla, si, terminados sus estudios en Roma, lo hubieran enviado a una parroquia de las favelas de Río de Janeiro. No es difícil imaginar que su fogosidad, valentía y carácter luchador, junto a su amor a la gente y a la justicia, lo hubieran llevado a leer a Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff y Ion Sobrino, y hubiera acabado predicando y practicando la teología de la liberación.
Por alguna razón, Juan Pablo II no supo traducir su oposición al régimen opresivo de Polonia a una oposición, tan justa y razonable como la suya, a regímenes capitalistas opresivos, injustos y criminales, como algunos de América Latina. Entendía muy bien a los curas polacos que militaban en Solidaridad, pero no toleró a los curas latinoamericanos que apoyaban -o simplemente acompañaban como pastores- a las organizaciones populares. En realidad, hizo una traslación mecánica de la situación que el conocía en Polonia a la de América Latina que no conocía, y que los nuncios, cardenales y obispos latinoamericanos, amigos de las oligarquías locales, se encargaron de que no llegara nunca a conocer.
Sin embargo, la situación de América Latina en los años ´70 era muy diferente a la de Polonia en los ´40, cuando el Ejército Rojo aplastó los movimientos nacionales que querían una Polonia libre y asociada al mundo occidental. En América Latina no había Ejército Rojo (y el cubano no tenía posibilidad de jugar el mismo papel), sino un Ejército norteamericano capaz de impedir que su «patio trasero» se convirtiera en un bloque comunista. Es decir, que en América Latina nunca hubo un peligro comunista real, pero en cambio hubo una enorme cantidad de sufrimiento causado por el anticomunismo de quienes no querían cambios, al que el Papa, por desgracia, puso su granito de arena.
En sus últimos años de pontificado, el Papa Wojtyla se convirtió en un campeón de la lucha ideológica contra el neoliberalismo, esa doctrina y práctica que pone en el mercado libre la solución de todos los problemas económicos y sociales, y se distinguió como un abogado del establecimiento de un nuevo orden económico internacional, que fuera capaz de eliminar la gran anomalía que supone la pobreza en un mundo tan rico como el nuestro.
Eso le valió muchos puntos en América Latina, donde los críticos del sistema usaban los textos de sus discursos para oponerse al fundamentalismo del mercado. Sin embargo, al mismo tiempo que pedía un orden abierto, justo y solidario en el plano internacional, tomaba medidas disciplinares para hacer de la institución eclesial una organización cerrada al mundo, jerárquica, tradicional y conservadora en toda la extensión de la palabra, hasta crear la imagen de una Iglesia acosada, a la defensiva y hostil a un mundo racionalista, tecnológico y cada vez más secular.
Una marca indeleble de Juan Pablo II en la Iglesia latinoamericana será la jerarquía conservadora que se esforzó en implantar en un continente en ebullición. El Papa temía más al cisma que a la herejía, porque el cisma supone pérdida de su poder. Este peligro, que era más imaginado que real, se encargó de desmontarlo nombrando obispos fieles a la Santa Sede por encima de todo, lo cual no era precisamente garantía de elegir buenos obispos.