Si no hacemos lo que nos indican los poderosos, se afirmaba, el dólar se dispara, los precios se descontrolan, la hiperinflación vuelve, el país se libaniza, el riesgo país nos aniquila, la desocupación crece, careceremos de créditos y de insumos, nos caeremos del Mundo y los organismos internacionales serán implacables. Embargarán barcos y aviones, huirán los inversores, cerrarán las fábricas y nos precipitaremos en una guerra civil. Los gurúes económicos reflejaron todo esto en sus vaticinios y exigieron, apelando a la lógica dominante, que el problema de la competitividad se solucionara bajando sueldos y aranceles de importación, haciendo una amputación profunda a las jubilaciones miserables, disminuyendo presupuestos de educación, salud y justicia, subvencionando a los ganadores y proclamando la necesidad imperiosa que no se perturbe el libre ingreso y egreso de capitales especulativos, a los que se le desgrava la renta financiera. Las privatizadas cobraron tarifas en dólares superlativas, pero de eso no se habló porque los servicios quedaron excluidos del reclamo de competitividad.
Se hizo todo lo que se pidió y el resultado fue justamente llegar al cuadro que se describía que sucedería si no se hacía lo que se ordenaba de adentro y de afuera.
El presidente chileno Ricardo Lagos, afirma que cada vez que le dice sí a una corporación, le dice no a millones de chilenos. Durante treinta años nos dijeron que la lógica de gobierno consiste en decirle sí a las corporaciones y no a los ciudadanos. Lo primero es racionalidad. En cambio responder a la necesidades del pueblo es populismo. Distribuir hacia arriba es síntoma de orden y seriedad. Distribuir hacia abajo es demagogia. Tan profundo fue el zafarrancho que muchas de las víctimas asumieron el discurso del victimario.
De pronto un mediocre candidato, llegado al gobierno con el número más irrelevante de votos que se recuerde, decide tomar en los primeras dos semanas medidas lógicas, insertas en un discurso diferente que se entronca con las melodía de los gobiernos nacionales y populares. La racionalidad cartesiana y keynesiana sustituye a los discípulos de Chicago que derogaron la ley de gravedad, modificaron las matemáticas sosteniendo que se suma restando y que se multiplica dividiendo. Volver a la normalidad que nos hizo, allá lejos, un país con inclusión y con futuro. En donde los intereses del votante están por encima de los del mercado. En donde el Estado no es un enemigo sino un aliado. En donde los que se enriquecieron con la ruina del país se sienten preocupados, y los olvidados empiezan a sentir que las cosas no mejorarán ya, pero pueden empezar a cambiar.
No hay ningún cheque en blanco. Pero si el gobierno quiere luchar, el momento histórico no admite desertores. Ni el pueblo nuevas frustraciones. De manera que cualquier agachada grave, transformará el incipiente entusiasmo en la ira activa del engaño o la indiferencia pasiva de la decepción. Y Néstor Kirchner entraría en la cuenta regresiva. Los afectados le pasarían las facturas de sus aciertos y los decepcionados le quitarían el respaldo.
Los espejismos del desierto
Lo que estamos viviendo constituye el restablecimiento de la racionalidad. Es reconocer la lógica olvidada y archivada en un recodo de la historia. El mercado no es un Dios, ni los bancos son templos de culto. Una Nación es más que un mercado y sus instituciones financieras. Un país es algo más que un negocio. Los estados tienen intereses antagónicos y algunos comunes. La dependencia no es un camino que hace ricos a los dependientes. Los patrimonios sociales son de todos y no se regalan. Las deudas legítimas se pagan con crecimiento y no con el hambre del pueblo.
El espejismo en el que se puede caer es sobre estimar medidas de gobierno elementales y correctas que parecen excepcionales porque nos hemos desacostumbrado. Un famélico no es un gourmet. Un hombre/ mujer sometido a décadas de castidad no es un exquisito seleccionador de bellezas del sexo opuesto. El sobreviviente en un naufragio no elige el color del bote. Famélicos, sobrevivientes, nos encontramos en el desierto viviendo la nueva realidad como si fueran espejismos. Sabremos ciertamente que no es un sueño, que dejamos definitivamente la pesadilla neoliberal, que el espejismo del oasis en medio de la aridez geográfica adquiere certeza, cuando llegue el contragolpe de los poderosos y el gobierno, esperamos, mantenga la solidez y la iniciativa de estas dos primeras semanas. Si no quiere quedar preso de la contraofensiva de los «vivos» del mercado, deberá recurrir al pueblo y a su movilización. Hablar claro y explicar lo que sucede. A qué chantajes intenta ser sometido. A qué presiones está sujeto. Y qué costo significa acceder a ellas. Los que confían sólo en el mercado, desprecian la movilización popular. Los que confían, confiamos, en la movilización popular debemos saber que es para acotar al mercado, regularlo, ponerle límites y no para suprimirlo.
La historia como continuidad y ruptura
En estos días es frecuente escuchar la comparación del 2003 con 1973. Tienen un aire de familia porque las expectativas y las esperanzas tienen algunos genes comunes. Pero 1973 es el punto culminante de un inmenso avance popular que concluyó tres años después en una gigantesca derrota. Hoy intentamos erguirnos superando un fracaso que empobreció al país hasta límites inimaginables y que cambió la composición social. Hoy tienen más peso político los piqueteros (los excluidos) que los sindicatos. Desapareció la burguesía nacional, se concentró la riqueza, la economía se extranjerizó, perdieron peso los sindicatos y las fuerzas armadas. La clase media adelgazó sustancialmente su grosor, la dependencia se incrementó, y el bloque del poder aumentó desmesuradamente su significación. El contexto mundial de entonces quedó sepultado bajo las piedras del Muro de Berlín. 1976 fue una ruptura. Y el inicio de un larga noche que tiene un hito de clivaje en el retroceso, el 19 y 20 de diciembre del 2001.
La histórica jornada se desvaneció a lo largo de 2002 por inexperiencia, por falta de organizaciones sólidas, por el infantilismo de izquierda, por la volubilidad económica de algunos sectores importantes de clase media, por consignas imposibles de viabilizar, porque la historia se construye desde lo que existe y con el barro que arrastra. Y cuando parecía que aquellos aires de rebeldía nacidos con la implosión de la convertibilidad y del sistema de representación política se desvanecían en el aire, el discurso implícito de cambio en su fondo, prescindiendo de las formas, es recogido por el Presidente de la Nación. Sin el 19 y 20 de diciembre, sin las movilizaciones de repudio, sin algunas reivindicaciones recogidas y publicitadas en plataformas electorales, es posible que el nuevo discurso y algunos hechos consecuentes no hubiera sido posible. El 19 y 20 de diciembre significó una nueva ruptura que pareció diluirse en el viejo orden y que adquiere continuidad en estas dos últimas semanas. Y los iconos de los últimos 30 años se desvanecen en el baúl de los recuerdos y de los trastos viejos. Cavallo arrumbado en Estados Unidos, Menem se eclipsa en una huida indigna, Fernando de la Rúa no podría ser administrador de un consorcio, Raúl Alfonsín se oscurece hasta la insignificancia de su partido, Eduardo Massera permanece en estado vegetativo. Vientos de fronda soplan hacia los operadores gerenciales: Nosiglia, Manzano. Y el torrente tal vez se lleve figuras paradigmáticas como Barrionuevo y compañía. Y a los últimos referentes en actividad de las Fuerzas Armadas, sobrevivientes de los años de plomo.
Soñar con los ojos abiertos
El avance en varias áreas debe perfeccionarse en la Justicia y la Suprema Corte, en nacionalizar el Banco Central expulsando a los fundamentalistas del CEMA, reorganizar la aduana y la DGI. Cerrar las canillas por las cuales se escurre el esfuerzo argentino.
Hay cientos de problemas cruciales que resolver en un país devastado. No habrá crecimiento sostenido sin recuperación de ingresos y reactivación del mercado interno. Sin inversiones. No olvidemos que el sueño se engendra desde la concreción de una pesadilla, con el 60% de la población bajo la línea de pobreza, con un 30% de indigentes, con una desocupación y subocupación que supera el 40%. Con chicos muriendo de hambre y escuelas convertidas en comedores. Con un país disgregado e incomunicado. El camino para el gobierno tiene una disyuntiva de hierro: si no se apoya en el mercado como Menem y la Alianza, debe sustentarse en el pueblo. Ahora si busca la diagonal de alejarse del mercado y temer al impulso popular, convertirá en realidad el pronóstico de Claudio Escribano, el subdirector del diario «La Nación» de que los argentinos elegimos gobierno por un año.
No estamos discutiendo, como hace treinta años, la propiedad de los medios de producción. No está la patria socialista como alternativa. Estamos en volver a un país vivible, con inclusión y desarrollo, con escuelas, viviendas, obras públicas, investigación y futuro. Con recuperación de algunos resortes básicos. Con redistribución del ingreso, con Estado, con el orgullo de volver a ser un país digno, con un alineamiento internacional que responda a nuestros intereses nacionales.
Cómo habremos retrocedido que ese era, en buena parte, aquél país que queríamos cambiar. Hoy como ayer, nadie hará lo que nosotros no hagamos. Sólo se puede soñar si lo hacemos participando con los ojos bien abiertos y con espíritu crítico. En este contexto, y con la geografía económica y social diseñada en los años de extravío, volver a la normalidad recuperada, es alentador siendo mesurado y profundamente transformador siendo optimista.