Opinión:

Menos poder político, más poder ciudadano

Cuando el divorcio entre ‘política’ y ‘ciudadanía’ ya es un hecho, una nueva concepción de poder enfrentaría a los “representantes” y “representados”, dentro de una negociación en la que la sociedad logrará más peso a medida que sus gobernantes lo pierdan.

Por Julián Blejmar

Si en muchos países continúa intacta la teoría política que afirma que, en democracia, un gobierno sólo puede hacer reformas radicales cuando posee un amplio apoyo de la ciudadanía, expresado en el porcentaje de votantes y en el parlamento, queda claro que en la Argentina, -país que se anima a desafiar cualquier teoría-, ha comenzado un fenómeno que expresa exactamente lo contrario.
Lejos de las teorías marxistas más radicales, que plantean que un gobierno es únicamente la expresión de la voluntad de los dueños de los medios de producción, durante los últimos 30 años en la Argentina se ha demostrado que la clase política es, -en principio-, la expresión de su propia voluntad, perjudicando alternativamente a trabajadores y empresarios, disminuyendo el poder adquisitivo de los salarios y evaporando los activos de muchas empresas que, después de períodos de bonanza, vieron hecho añicos su valor y rentabilidad.
Sucede que, lejos de las ideologías, el grueso de la clase política legisló atendiendo los intereses del mejor postor, (en definiciones de Carlos ‘Chacho’ Alvarez “democracia tarifada”, o en rimas del grupo musical ‘Bersuit’: “destruyeron un país entero, pues así, se roban más dinero”), lo cual fue también perjudicial para empresas que carecían de poder de lobby o políticas de soborno, más allá de que su posición en el mercado fuera predominante.
Así, la clase política se limitó a buscar un rédito personal, tanto económico -mediante todo tipo de sobornos- como de poder, lo que se expresó en los diferentes esquemas de clientelismo.

Un punto de quiebre

Pasada la crisis de 2001, los actores políticos de las más diversas ramas perdieron legitimidad, lo que produjo en gobernantes y opositores una retracción por igual, que recién hoy, cuatro años mas tarde, comienza a superarse peligrosamente. Sucede que si los gobiernos de Alfonsín, Menem o De la Rúa habían triunfado con más del 50 por ciento, legitimidad que finalmente utilizaron para satisfacer sus propios intereses, opuestos en muchos casos con los del grueso de sus votantes, los gobiernos de Duhalde -electo por una asamblea legislativa en lo peor de la crisis- y Kirchner, -quien ganó con sólo el 22% de los votos-, realizaron gestiones en las cuales buscaron, por encima de todo, la construcción de legitimidad, lo cual los forzó a realizar acciones que favorecieron, incluso, a quienes no los habían votado.

Ibarra, un nuevo capítulo

La reciente convocatoria a un plebiscito para nuevas elecciones formulada por Ibarra, se presenta como otra oportunidad para consolidar esta nueva tendencia. Menos que el nombre de quién triunfe, importará el porcentaje con el cual acceda al poder. Si el mismo es alto, no haría más que ratificar un burocrático modelo de gestión por temor a uno peor, en el caso de triunfo del oficialismo (“Todas las personas que conozco van a votar a Ibarra, pero no conozco a nadie que lo quiera votar” fue un comentario que se escuchó en la elección anterior), o, en el caso contrario, conferir vía libre a otro tipo de modelo que se creará la expresión de la voluntad popular, antes que el escarmiento a la ineficiencia de la actual gestión. De esta manera, pareciera que sólo puede vislumbrarse una administración eficiente en cualquier candidato que acceda al poder de forma deslegitimizada. La paradoja resultante en todo esto es si deberíamos no votar a nuestro candidato, para que él mismo se apegue a sus promesas electorales. Bueno, ¿por qué no ver como va el partido?…y si es necesario, metamos los cambios.