Las declaraciones de Bruno Gollnisch fueron hechas luego de que se diera a conocer una investigación sobre la Universidad de Lyón III como foco de la ultraderecha y de la defensa intelectual de los negadores del Holocausto.
Los investigadores, dirigidos por el historiador Henry Rousso, han concluido que los dirigentes de la universidad han tolerado ampliamente la expresión de ideas de extrema derecha.
Gollnisch, justamente académico de esa universidad francesa, criticó el informe de referencia. «Sin cuestionar las deportaciones», ni «las cámaras de gas», hay un debate pendiente «sobre la forma en que murió la gente», y esa discusión «debería ser libre», según el dirigente del Frente Nacional. Afirmaciones que -por supuesto- han recordado el modo de Le Pen en 1987 cuando expresó que «no digo que las cámaras de gas no hayan existido, (…) pero creo que eso es un detalle de la historia de la Segunda Guerra Mundial».
Dominique Perben, ministro de Justicia de Francia, promovió la apertura de diligencias contra Gollnisch por «negación de crímenes contra la humanidad». Varias asociaciones piden su expulsión como profesor, que además se ha ganado la condena del Consejo de la región del Ródano -del que forma parte-, en una sesión donde los miembros de izquierda murmuraron el “Himno de los partisanos” mientras él protestaba contra el texto de condena. Josep Borrell, presidente del Parlamento Europeo, también se manifestó avergonzado de semejante compañero de escaño.
¿A quién beneficia, entonces, esta agitación? Para comprenderlo hay que fijarse en los rumores que se vive en el Frente Nacional sobre el relevo de su presidente, Jean-Marie Le Pen, de 76 años. Aunque su sucesión no está oficialmente abierta, Gollnisch representa al sector más tradicional de la extrema derecha, contrario al éxito mediático de Marine Le Pen, la hija menor del viejo caudillo quien está tratando de lavarle la cara al partido y hacerlo más presentable ante la sociedad gala.