Causa Embajada:

Modelo de impunidad

El 17 de marzo de 1992 un atentado terrorista demolió la sede de la Embajada de Israel en la Argentina, en pleno centro de Buenos Aires, causando la muerte de 22 personas, secuelas y heridas de todo tipo a varios cientos y devastación y enormes daños materiales en edificios y bienes de los alrededores -incluyendo la severa afectación de una iglesia católica y de un asilo de ancianos, en los cuales también se registraron víctimas fatales-. El análisis del expediente pone en evidencia el total desinterés oficial en el caso, hasta que se produce el segundo atentado y aún después. La ausencia de investigación constituyó un aliciente y una garantía para los terroristas. Todo indica que para el ataque a la AMIA el estilo se perfeccionó con el armado de la infame “historia oficial”. La bochornosa mayoría automática menemista en la Corte fue expulsada del Tribunal por el procedimiento de juicio político puesto en marcha por la administración Kirchner a causa de diversas irregularidades. Pero la causal más escandalosa para destituir a esos jueces era el caso Embajada, cuyo examen se efectuó en ocasión del primer intento de juicio político en tiempos de la presidencia provisional de Duhalde, y se abandonó por las presiones cuasi extorsivas de los cortesanos

Por Horacio Lutzky

Como consecuencia de la primera masacre, la Corte Suprema de Justicia de la Nación comenzó a sustanciar la causa caratulada “S-143/92 s/ Sumario Instruido en la Cría. 15ª. Por averiguación de los delitos de explosión, homicidio, lesiones calificadas y daños (arts. 186, 80 incs. 4º y 5º, 92 y 183 del Código Penal) con motivo del atentado a la Embajada de Israel el 17 de marzo de 1992”.
La Corte se avocó al conocimiento de la causa de conformidad con lo prescrito por el artículo 117 de la Constitución Nacional (antiguo artículo 101). El 19 de marzo, por acordada 4/87 de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el Pleno del tribunal delegó las facultades instructorias en Ricardo Levene, por entonces su Presidente.

La actividad investigativa

Fuera de la inicial sorpresa por la ocurrencia de un crimen de estas características en nuestro país, hasta entonces sin precedentes, la compulsa de las actuaciones asombra por la absoluta inactividad a lo largo de meses y años por parte de la Corte ante el hasta entonces más grave atentado terrorista ocurrido en la Argentina. Más aún: sistemáticamente fueron rechazadas una y otra vez medidas probatorias elementales solicitadas por querellantes particulares, con un “no ha lugar” por toda fundamentación, limitándose la actividad instructoria al agregado asistemático y desordenado de constancias de daños materiales y trámites diversos al modo de un leve siniestro de automotores, sin ninguna actividad encaminada a determinar la autoría y exacta forma de comisión del crimen múltiple.
Numerosas pistas que podrían esconder información esencial, acerca del modo de comisión del tremendo atentado terrorista, fueron ignoradas o impulsadas en forma inexcusablemente tardía y superficial, y fueron denegadas medidas que se debieron tomar incluso de oficio si se pretendía llegar a la verdad.
Así, por ejemplo, durante los primeros años de la instrucción se advierte el soslayamiento y la cerrada negativa a elementales medidas probatorias solicitadas por la querella o incluso por el Procurador General, tendientes a profundizar la investigación en torno a la irregular y extraña actuación de agentes policiales -circunstancia reiterada en el atentado contra la sede de la AMIA-, o en cuanto a los vínculos de las personas vinculadas a los trabajos de remodelación de la sede diplomática. Durante los años 1993, 1994 y 1995, la Corte rechazó, sistemáticamente, los pedidos de la querella de producción de prueba testimonial o informativa vinculada a las custodias policiales y a la empresa de construcción encargada de las remodelaciones. E, incomprensiblemente, no lo hizo mediante resoluciones fundadas que permitieran apreciar la razonabilidad de tan definitorias decisiones abortivas, sino mediante un escueto y lacónico “no ha lugar”.

Zona liberada judicial

Pese a que tanto la actividad de las custodias como todo lo relativo a los movimientos generados por las tareas de refacción interna de la sede diplomática eran supuestas líneas de acción investigativa, la realidad es que tanto en uno como en otro aspecto existió -por parte de la Corte- un enorme e injustificable grado de morosidad cuando no de franca inacción y actitud obstruccionista.
La querella actuante por una víctima familiar y el propio Procurador General efectuaron numerosos pedidos que fueron desestimados infundadamente para ser -en algunos casos- concedidos varios años después, tras el segundo atentado.
Por ejemplo, por resolución de fecha 25 de junio de 1993 se rechaza el pedido de citación de los agentes preventores que participaron en tareas de remoción y rescate y otras numerosas medidas más, solicitadas por un querellante con fecha 19 de marzo de 1993 (fs. 4044/57). Previo a ello, con fecha 3 de junio de 1993, el Dr. Alfredo Blanco -por la querella- había solicitado un “Pronto Despacho” respecto de peticiones formuladas varios meses antes, que aún se encontraban durmiendo sin proveer.
A fs. 4142 se solicitó prueba informativa respecto de las instrucciones a los custodios, a lo cual la Corte no hizo lugar.
A fs. 4223 se solicitó la citación del que el querellante consideraba el “principal testigo de la causa”, el Señor Natan Oksengendler, representante de la empresa de construcciones encargada de las refacciones y quien era el responsable de fiscalizar los materiales. La querella hizo hincapié que sólo declaró brevemente a fs. 62 del primer cuerpo, y que “sólo con posterioridad se incorporan a la causa datos de gran interés para esta instrucción” y que en esa primera y única declaración “no existían elementos de valor que pudiesen orientar el interrogatorio del declarante”. El presentante destacó que de aquella declaración surge que el testigo:
“a) era la persona encargada de la contratación del personal que trabajaba en la remodelación de la sede diplomática; b) era responsable de fiscalizar la recepción de los materiales que constantemente ingresaban en la obra que se efectuaba en la sección consular de la embajada; c) que ingresaba materiales, maquinaria y equipos electrónicos en la sede diplomática; d) que había contratado para la labor de obra a los obreros extranjeros (…)” .
La resolución de fecha 7 de marzo de 1994, por toda respuesta escuetamente fulmina el pedido con un “no ha lugar”.
El 9 de marzo de 1994 otro querellante (Roberto Jorge Lescano), pide también la citación del referido testigo Oksengendler, agregando nuevas inquietudes, y que se cite al testigo Pedro Neuberguer, quien sólo había declarado el mismo día del atentado, es decir el 17 de marzo de 1992. El querellante destacaba la existencia de contradicciones entre ambos testigos, en cuanto a la descarga de material en la puerta del edificio, por lo cual para el caso de ratificación pedía la realización de un careo.
A fs. 4235 se encuentra la respuesta de la Corte, de menos de un renglón: “por presentado, a lo peticionado no ha lugar”.
Habiendo transcurrido dos años desde el atentado, la querella interpuso un recurso de revocatoria contra la denegatoria de las diversas medidas que solicitó. A tales fines, y tal como consta en el expediente, la parte realizó una llamativa constatación mediante escribano público para consignar la presentación del escrito y el respectivo cargo. La querella se preguntaba allí: “¿Qué motiva la descalificación, o en el mejor de los supuestos el cercenamiento de los derechos de la querella a efectivizar su testimonio sobre hechos y circunstancias vinculadas estrechamente con el ilícito que conmovió la opinión pública del país? Solicitan los causahabientes de las víctimas y la comunidad en general un pronunciamiento razonado y elaborado de estas inquietudes que se plantean…”.
Seguidamente, nos encontramos con otra típica resolución de la Corte, de fecha 6 de mayo de 1994, que por toda respuesta expresa: “en cuanto a los recursos del querellante Blanco, no ha lugar”.
La actividad investigativa sobre la participación local y la forma de perpetración del terrible ataque homicida era virtualmente inexistente, mientras es evidente que ya se encontraban en marcha los preparativos para el atentado contra la AMIA que se llevaría a cabo dos meses después.
De igual modo, aquellas pistas que fueron de algún modo apenas abordadas -las relativas al factor internacional- se limitaron a una recopilación de elementos dispersos y difusos, sin profundización ni iniciativa alguna por parte de los magistrados tendiente a acreditar la responsabilidad intelectual y de orquestación del ataque.
La paralización de las actuaciones y la visible determinación de no indagar que se verificó en la causa , para un delito simple de cualquier orden hubiera constituido causal de mal desempeño suficiente como para llevar adelante actuaciones de juicio político contra sus responsables. Con más razón en un atentado terrorista que causó gran cantidad de muertes y conmocionó a toda la sociedad argentina, que hubiera requerido por parte de las máximas instancias del Poder Judicial y el poder político una clara determinación de investigar, sancionar a los culpables en cualquier grado, y prevenir su reiteración, lo que claramente no ocurrió, por alguna extraña razón, con los crímenes cometidos el 17 de marzo de 1992. Patrón de conducta que se repetiría con la masacre del 18 de julio de 1994.
La impunidad de la masacre de la embajada de Israel, y el éxito en el ocultamiento de la verdad, no han sido ignorados por el terrorismo que dos años después volvería a golpear en pleno centro de Buenos Aires, causando la muerte de 85 personas, y el cual se produjo contra un centro comunitario judío que también se encontraba en refacciones y con la custodia de la policía federal sugestivamente relajada. Las similitudes son inocultables y han sido marcadas, entre otros, por testigos tales como el identificado en la causa AMIA como testigo “C”, de nombre Abolghasem Mesbahi, un ex-agente de inteligencia iraní refugiado en Alemania que ya colaboró eficazmente en el esclarecimiento de otros atentados en Europa, quien se refirió minuciosamente a la penetración de las redes terroristas iraníes en nuestro país, su involucramiento a nivel político y de las fuerzas de seguridad y a los millonarios fondos destinados a la perpetración de los atentados terroristas y a garantizar su ulterior impunidad.
Todo ello aumenta más aún -si cabe- la gravedad de las enormes deficiencias en la instrucción de la causa por el atentado a la Embajada.

Las ausencias policiales

Se encuentra probada en la causa la ausencia, al momento del hecho, de la custodia policial que tenía obligación de permanencia junto a la entrada de la Embajada. El agente Ojeda se retiró a las 14,15 horas del 17 de marzo de 1992 sin esperar su reemplazo como era su obligación.
El agente Chiocchio no concurrió a las 14,00 horas, como también era su obligación, ni arribó al lugar cuando cuarenta y siete minutos después ocurre la explosión. No se le instruyó ningún sumario, aunque finalmente, años después, la autoridad policial informó que se le aplicó una “sanción directa” de arresto. Al agente Ojeda no se le instruyó sumario alguno ni se le aplicó sanción.
Tampoco estuvieron en su lugar los agentes del móvil policial de la comisaría 15, dependencia que a su vez fue la encargada de instruir las primeras actuaciones para el expediente tras el atentado. Los agentes Soto, Acha y Laciar, tenían la obligación de solucionar la ausencia de custodia en la puerta de la embajada, pero desviaron su marcha y se fueron del lugar dejándola desguarnecida. E incurrieron en contradicciones que debieron haber motivado a la Corte a impulsar una investigación rápida y profunda.
Sin embargo, esta indagación se diluyó en una absoluta y grave inoperancia.
A manera de ejemplo, baste con señalar que el efectivo Miguel Laciar, chofer del móvil de la comisaría 15 que abandonó su misión ante la embajada por un llamado del Comando Radioeléctrico -motivado en una diligencia confusa y de ocurrencia no acreditada- recién fue llamado a declarar por primera vez el 26 de diciembre de 1996 (fs. 4758/9), es decir cuatro años y nueve meses después de ocurrido el atentado.
Lo cierto es que a las 14,47 horas del 17 de marzo de 1992, la custodia policial fue inexistente, y esta circunstancia no era de interés para la Corte, hasta que el 18 de julio de 1994 se produce un atentado terrorista más devastador aún donde, pese a la existencia del trágico antecedente y de advertencias previas, tampoco los efectivos policiales custodiaron el objetivo asignado.

El estallido

Hasta diciembre de 1999 la Corte nunca emitió una resolución en la que estableciera dónde y cómo se produjo el estallido que provocó el derrumbe de la embajada de Israel en Buenos Aires. Los primeros años de instrucción demuestran un notable desinterés del Tribunal por dilucidar lo ocurrido y estructurar las pruebas recabadas o acercadas por organismos especializados, y por activar probanzas que eran indicadas por el más simple sentido común. Es visible la absoluta falta de iniciativa para impulsar elementales medidas probatorias, tales como las centenares de declaraciones testimoniales producidas sólo a partir de finales de 1997 y a lo largo de 1998 y 1999 que -recién entonces- permitieron incorporar pruebas razonablemente ciertas acerca del cráter externo dejado por la explosión, de la fuente de agua proveniente del mismo e incluso de restos de rodado secuestrados en la oquedad. Sin perjuicio de que no pueda descartarse por completo la concomitante acción de alguna carga disimulada en los materiales de construcción.
La actitud desaprensiva y reticente de la Corte, cerrando durante años la posibilidad de incorporar el testimonio directo de cientos de testigos fundamentales, además de frustrar toda posibilidad de rápido esclarecimiento de los mecanismos locales de actuación y consiguiente prevención de futura reiteración de similares actos terroristas, dio sustento a toda clase de versiones maliciosas (como la típicamente nazi de una pretendida autoría “judía” o en este caso “israelí” del atentado) y a un enorme desánimo en quienes esperaban el accionar de la Justicia en busca de los criminales.
Una gran cantidad de bomberos, policías, miembros de Defensa Civil, personal de Obras Sanitarias, de Edenor, vecinos, personal de limpieza y desagüe e ingenieros, entre otros, presentaron un claro panorama del escenario de la catástrofe y del lugar de la explosión recién en los años 1998 y 1999, a más de seis años de ocurridos los hechos. La citación del personal que participó de las tareas de remoción y rescate había sido solicitada por la querella, entre varias otras oportunidades, en marzo de 1993, siendo en ese entonces rechazada por el tribunal. En el interín se perdieron, para siempre, los rastros de diversas pistas tanto locales como internacionales.

Un año de inactividad

La incomprensible y reiterada actitud obstruccionista evidenciada en particular por el juez Ricardo Levene, y hecha suya por el Tribunal, queda expuesta con nitidez en el libro del ministro de la Corte Carlos S. FAYT “Criminalidad del Terrorismo Sagrado -El atentado a la Embajada de Israel en Argentina-“, Editorial Universitaria de La Plata, Noviembre de 2001, que pretendió justificar la actuación del Tribunal cuando era inminente la promoción de juicio político a sus miembros. En el cuadro obrante en la página 262 de la obra citada, que bajo el título “Cuadro de Autoridades en las Diferentes Etapas de la Investigación”, con relación a la causa consigna “Fechas”, “Composición C.S.J.N.”, “Ministro a Cargo”, “Instructor”, “Fojas”, “Testigos” y “Pericias”, puede advertirse que al producirse el atentado a la AMIA en 1994, la investigación del atentado anterior se encontraba virtualmente congelada: el tramo II, que el doctor Fayt extiende desde el 31 de marzo de 1993 hasta el 29 de marzo de 1994 muestra que en todo el año se tomaron sólo dos testimoniales, permaneciendo en blanco el rubro “pericias” . En cuanto a las fojas, se consigna en el cuadro que en el período considerado fueron de 4060 a 4243, es decir unas 180 fojas, de las cuales una buena parte incluye las reiteradas denegatorias y las incidencias suscitadas al respecto. Es decir, siendo que el Tribunal no había determinado absolutamente nada sobre este crimen terrorista, en todo un año se avino a recibir la declaración de sólo dos testigos.
Por contraste resalta el último tramo del cuadro de actuaciones referido confeccionado por Fayt, cuyas fechas el autor ubica desde el 2 de agosto de 1997 hasta la edición del libro en noviembre de 2001, y que arranca con la implementación de la Secretaría Especial a cargo de Canevari, que consigna más de mil testigos (y otro tanto en legajos separados) y cientos de pericias, aunque -claro está- todas estas medidas fueron tomadas entre cinco y nueve años después de ocurridos los hechos, circunstancia de por sí demostrativa de la previa ausencia de investigación y de escasas expectativas de precisión tanto tiempo después.
La inactividad reseñada conducía al cierre de la causa, evidenciándose en ese mismo período la negativa sistemática de producción de pruebas.
De no existir un propósito deliberado de concluir prematuramente la inconducente investigación -como varias veces insinuaron fuentes del Tribunal- no se encuentra explicación a todo lo precedentemente referido. Se trataba del más grave atentado producido hasta entonces, consumado en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. El esclarecimiento de lo ocurrido debió ser considerado como una prioridad absoluta por el Tribunal y el gobierno de entonces. Una cuestión de Estado. Un desafío a las instancias máximas del Poder Judicial de la Nación y fuerzas auxiliares para demostrar a los terroristas que se agotarían todos los recursos necesarios, que no se dejaría pista sin profundizar, prueba sin producir, hipótesis sin revisar. Para instalar un mensaje a futuro: que la Argentina no es terreno seguro para los mercaderes de la muerte. Que el que las hace las paga. Y que no habría impunidad.
Sin embargo, de marzo de 1993 a mediados de 1994 especialmente el tribunal “cajoneó” la causa, dando a la sociedad la terrible sensación de que la justicia ya no buscaba a los criminales. Seguidamente, el 18 de julio de 1994, se produjo una nueva masacre, probablemente inspirada en la de la embajada, con un despliegue mayor aún de muerte y destrucción. Y con una trama aún impune gracias al armado de una vergonzosa “historia oficial” que acaba de ser desbaratada por la Sentencia del Tribunal Oral Federal Nº 3 pronunciada con relación a la supuesta conexión local del atentado contra la AMIA.
No es ocioso a esta altura destacar que en ambos atentados hubo advertencias no escuchadas, se trataba de edificios en remodelación, en ambos había un relajamiento de la seguridad producto del necesario ingreso y egreso de obreros y operarios y de materiales de construcción, y en ambos los efectivos policiales -en un total de al menos ocho agentes entre los dos atentados- salvaron sus vidas por no haber estado en el lugar que les correspondía.
Un modelo exitoso.