¿Política o literatura?

El mercader de Venecia o Shylock al Sur

Rick de Casablanca nunca dijo “tócala de nuevo Sam”, ni Sherlock “elemental Watson”; mucho menos Hamlet le recitó “to be or not to be” a una calavera. Y decididamente, “el mercader de Venecia” no es el judío Shylock, sino el gentil Antonio. Sin embargo, en los afiches que promocionan la película dirigida por Michael Radford, el rostro de Al Pacino, yuxtapuesto al término “mercader” contribuye a perpetuar un equívoco ya histórico.

Por Laura Kitzis

Venganza judía

El “Mercader de Venecia” nació como una comedia. Se presume que vio la luz aproximadamente hacia el 1595 ó 1596 en el teatro “The Globus”, principal escenario de las piezas de Shakespeare. Era un momento de gloria para el bardo de Avon. Tal vez andaría en ese entonces por los treinta, empezando a delinear “Romeo y Julieta”.
No sólo el usurero judío y el mercader vivían en Venecia, sino también otro personaje: Otelo, el celoso moro ¿Qué representaba Venecia para un inglés del renacimiento?
Venecia era una ciudad internacional y cosmopolita. Quizás algo exótica: un palacio acuático y semimágico, surcado por góndolas doradas, rebosante de riquezas derivadas del comercio de especias, y rebosante también de misteriosos extranjeros: alemanes, griegos, turcos, dálmatas y por supuesto, judíos.
Allí los judíos vivían aislados, y, en ese sentido Venecia no se diferenciaba demasiado de las demás ciudades europeas. Pero en una ciudad edificada sobre el agua, la segregación era más dramática: el gueto era un grupo de islas en torno a las cuales los canales hacían de foso. Las puertas se abrían al amanecer, y al anochecer, luego de correr el cerrojo del gueto, la policía patrullaba las aguas.
El Shylock que podía comerciar e invocar como ciudadano de derecho la libra de carne que su contrato estipulaba, vivía casi como un prisionero. Ciertamente, el valor que un contrato posee en una sociedad mercantil (independientemente de quienes suscriban a él) es un rasgo netamente moderno. Dicho en buen criollo: en Venecia, un judío era un judío… pero un contrato era un contrato. Sin embargo, la categorización en virtud de la pertenencia a un grupo, el confinamiento y la segregación del diferente son rasgos netamente medievales. No es difícil imaginarse una tertulia del 1600 durante la representación de “El mercader…”: la aparición de Shylock en el escenario, con el sombrero amarillo que los judíos debían usar por la calle (a veces era obligatorio que llevaran cuernos) posiblemente caracterizado con una joroba y una nariz picuda, frotándose las manos ante la perspectiva de hundir una daga de matarife en la delicada carne gentil de Antonio. Seguramente el público le arrojaba basura y salivazos durante la función, y a mayor excelencia interpretativa, mayores agravios debía tolerar el esforzado actor.
Es verdad que en sus inicios fue una comedia, pero Shylock tiene dimensiones de héroe trágico. Por eso, con el correr de los años, el personaje ha llegado a rozar lo sublime: su profundo dolor y la radical pureza de su odio son la delicia de cualquier dramaturgo de raza. ¿O acaso alguien puede querer interpretar al tilingo de Bassanio?
Posiblemente esta dimensión ambivalente se le escapó al propio Shakespeare, o tal vez no… porque este vil usurero judío sólo quiere matar y no hay dinero en el mundo que lo satisfaga, porque este prestamista no acepta que se le devuelva duplicada, sextuplicada, la deuda porque una ética absoluta lo compele a cobrarse otra deuda, una deuda imposible. Este personaje trágico, ambivalente, contradictorio, desgarrado, este judío, representa la quintaesencia del personaje moderno. Shylock se eleva de entre los entusiastas escupitajos de los gentiles ingleses…se ha escabullido de la pluma de su autor, se vuelve imponente, infinitamente más entrañable que los biennacidos cristianos que lo rodean. Y esta sí, es una verdadera venganza judía.

La deuda imposible

A grandes rasgos la trama (a la manera de las comedias de enredos) consta de historias secundarias. Una de ellas es la fuga de la hija de Shylock (Jessica) con Lorenzo (un joven cristiano) y esa es la deuda imposible de ser cobrada, la afrenta absoluta y final que el judío usurero quiere lavar con sangre cristiana. Los gentiles lo han humillado, lo han escupido, lo han tratado de perro infiel en las puertas del gueto… pero acuden a él en busca de dinero. Por último su hija escapa de su casa con parte de su fortuna para vivir con un cristiano.
En el famoso monólogo del Acto III, Shylock reivindica la dignidad universal del hombre sobre la base de un cuerpo común y de una idéntica disposición del alma:
“Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso…”
El fragmento mantiene su potencia expresiva, aún hoy, pero han pasado más de trescientos años y las palabras que nos conmueven se basan en un presupuesto que para nosotros es obvio: todos los hombres somos iguales y aún el fascista más recalcitrante debe admitir que todos tenemos (al menos) el mismo funcionamiento biológico. Pero no siempre fue así, para la sociedad cristiana medieval el cuerpo de los Otros era de hecho “Otro cuerpo”.
Los cristianos estaban convencidos de que los hombres judíos menstruaban, de que los niños judíos nacían ciegos y de que las mujeres judías podían parir cerdos. Los tratados de medicina de la época abundaban en descripciones de enfermedades específicamente judías derivadas del crimen contra Jesús (a los descendientes de la tribu de Benjamín quienes le habrían ofrecido la esponja embebida en vinagre, les brotaban hormigas de la boca y siempre tenían sed). Otro rasgo distintivo del judío era un olor nauseabundo derivado de sus tratos con el diablo (“foetor judaicus”) pero desaparecía con el bautismo y en virtud de este, una fragancia de santidad descendía sobre el nuevo hermano en Cristo…

Shylock, al sur del Río Grande

La sombra que arroja Shylock es larga y en virtud de una curiosa “proyección literaria” la “libra de carne” se ha convertido en la metáfora de la cuota más dolorosa que el judío de la diáspora debe abonar: sus hijos.
En Argentina, en el año 1937, en plena histeria antisemita, el poeta y dramaturgo César Tiempo estrena un sainete costumbrista llamado “Pan Criollo”. Contaba la historia de Salomón Lefonejo, agente de lotería, cuya hija se casa con un “goy” al que Salomón primero repudia, pero al final de la obra acepta ya que “¿… si le damos (a este país) nuestros brazos para que se levante el trigo…por qué no vamos a entregarles nuestra sangre también? Sangre judía y corazón argentino harán dulce la tierra que nos da el pan…”
Sin embargo, “Pan Criollo” ya se había estrenado, dos años antes con otro desenlace… y con otro nombre: “Alfarda”. En la obra se le explicaba al público que “Alfarda era el nombre de la contribución que pagaban moros y judíos en los reinos cristianos. El israelita, en el mundo moderno sigue pagando esa contribución con la moneda más dolorosa. La libra de carne que exigía Shylock ahora se la exigen a él multiplicada. Son libras de carne y de espíritu lo que le cuesta la diáspora… En el país donde se albergue, el judío entrega lo mejor de su vida y de su inteligencia… y sin embargo, su tributo, su alfarda, es más onerosa y dolorosa que la de cualquier otro pueblo de la tierra”.
La obra finalizaba con un Salomón Lefonejo absolutamente shakesperiano, transformado en un Shylock porteño, cruel y despótico, lleno de resentimiento por el destino impuesto por los “goim” y obsesionado por la dote que limpiaría la deshonra de su hija. Esto era dicho en un escenario porteño en plena exigencia compulsiva de fusión al “crisol de razas”, y esto era lo que le interesaba subrayar a César Tiempo en 1935: la transformación de un judío patriarcal y noble en un hombre sórdido y cruel. Dos años después, el desenlace de la obra sería otro, con el cual “Pan Criollo” tal como la conocemos triunfará en el teatro nacional. La obra pasó así de la tragedia a la comedia, de la denuncia de la asimilación compulsiva a la celebración del “crisol de razas”. Y obtuvo el Premio Nacional de Teatro en 1937.

Venecia sin ti

Porque es más antisemita que Shakespeare o porque la corrección política le jugó una mala pasada, Michael Radford agrega, al final del film, una escena de la cual carece la obra original: una imagen de Shylock, mirando cerrarse las puertas de la sinagoga a la cual ya no puede entrar (El Duque de Venecia rebosante de “cristiana misericordia” le ha permitido elegir entre la muerte y la conversión. ¡Y el pérfido judío eligió la conversión!).
Ya no usa el infamante sombrero distintivo pero poco importa. No tiene lugar alguno bajo el sol, sus ojos destilan odio y como ya no es ni judío ni cristiano, cualquiera puede ser el blanco de sus fechorías. Sin embargo en la obra de teatro, después de que los caritativos gentiles le expropiaron hasta el último cobre, el usurero desaparece, ya nadie lo necesita. Y esto es fiel a la realidad de la Inglaterra isabelina en la cual no habitaban judíos desde el siglo XIII. ¡El creador de Shylock vivía en una tierra “judenrein” (libre de judíos) desde hacía trescientos años!
Sin embargo, el judío volverá. Volverá a la literatura inglesa de la mano de Sir Walter Scott en “Ivanhoe”, en las deliciosas “Melodías hebreas” de Lord Byron, como el querible y soñador “Daniel Deronda” de Elliot, y por último volverá triunfal como el maravilloso, monumental y único Leopold Bloom, el protagonista del “Ulises” de Joyce. Mal que le pese al bardo de Avon, en todos esos libros, los autores ingleses nos ven como buena gente, lo cual -tal vez- nos permita una interesante reflexión a las puertas del 2006.
Contra todos los pronósticos, algunas cosas, a veces, cambian.