Historia argentina:

A 50 años del atropello y la capitulación

Un golpe de Estado lanzado el 16 de septiembre de 1955 terminó con casi una década en la que el General Juan Domingo Perón ejerció la presidencia de Argentina. El peronista era un gobierno debilitado por una fuerte oposición, reforzada por la Iglesia y otros sectores que inicialmente lo habían respaldado, y por el anquilosamiento de sus estructuras de apoyo, conducidas por una dirigencia obsecuente e inepta.

Por Daniel Campione

Su política económica había iniciado tiempo atrás un giro hacia la moderación y la ‘ortodoxia’, acompañado por el estímulo a inversiones externas. Esos rasgos de involución no le habían quitado el respaldo popular mayoritario, que seguía expresándose en cada elección y en las movilizaciones callejeras convocadas por el gobierno. El fervor había perdido parte de la fuerza y la espontaneidad de los primeros años, pero no se había modificado la identificación masiva de la clase obrera y otros sectores populares con el peronismo.
El Gobierno seguía acosado por la contradicción que arrastraba desde sus comienzos: la de sostener una orientación signada por la vocación de orden, colaboración entre clases y unidad nacional, teniendo a la vez a los trabajadores como su pilar insustituible. John William Cooke observaría con agudeza que aquel gobierno se hallaba circunscripto a un programa burgués, pero sin burguesía que lo apoyara. En efecto, el empresariado seguía resintiendo el crecido poder de sindicatos, comisiones internas y cuerpos de delegados, así como el vuelco a políticas sociales de recursos para los que ellos imaginaban “mejores” destinos.
Los rebeldes contaban con el casi unánime respaldo de la Armada, y con importantes fuerzas del Ejército, en el que no escaseaban además los dispuestos a plegarse con rapidez al que se perfilase como vencedor. El decurso inicial del alzamiento se tradujo tanto en éxitos como en fracasos, y un par de días después el gobierno mantenía el control de la mayor parte del territorio, los militares golpistas tenían sólidas bases en Cuyo y un foco susceptible de ser sofocado en Córdoba, y la Marina estaba dispuesta a bombardear lo que se pusiera a tiro, con las destilerías petroleras en primer término. Militares adeptos al gobierno, como los generales Iñiguez o Cogorno, estaban dispuestos a retomar Córdoba y proseguir la lucha, mientras civiles peronistas se armaban, también listos para marchar contra los insurrectos. Fue en esas circunstancias que el Presidente emitió una carta que apuntaba a una solución negociada del conflicto, dejándola en manos de los militares, que hasta podía ser interpretada como una dimisión.
El efecto inmediato fue el cese de las operaciones destinadas a la represión de los sublevados y el desplazamiento de la atención hacia una “junta de generales” que vacilaba entre entablar negociaciones o considerar a Perón como renunciante. De allí a la virtual rendición mediaron pocos pasos, y el 23 de septiembre el general Lonardi asumía el gobierno, mientras el presidente depuesto tomaba el rumbo del exilio.
Quedaba claro que los gobernantes, con Perón a la cabeza, no estaban dispuestos a arrostrar los peligros de una confrontación abierta, seguramente cruenta en lo militar y revulsiva en el plano social y político. La perspectiva probable era la de una guerra civil en la que los uniformados alzados, la Iglesia y el grueso del empresariado se enfrentaran a una coalición de trabajadores armados y militares leales. “Evitar el derramamiento de sangre” era el pretexto disponible para no encarar la lucha. Pero gravitaba la certeza de que en un enfrentamiento de ese tipo, tanto la idea de “comunidad organizada” como la férrea conducción desde arriba que Perón ejercía, quedarían heridas de muerte. Armar a los trabajadores no era difícil, lo más arduo era lograr luego que devolvieran las armas y tornaran a la obediencia a los empresarios.
Caído Perón, la sociedad argentina se repartió entre el alborozo y la consternación. Estos sentimientos encontrados reconocían variados ejes, pero el de clase resultaba fundamental. El establishment tendió a participar activamente en el nuevo orden de cosas, instaurado en nombre de las libertades públicas y el estado de derecho, pero manifiesto a poco andar como dictadura orientada en gran medida a re-disciplinar a los obreros en particular y a los pobres en general. El espíritu de revancha era el predominante, sin titubear frente al asalto armado a sindicatos y la prohibición por decreto del peronismo y todos sus símbolos La llamada “clase media” tendió asimismo al apoyo entusiasta a la “Libertadora” en una combinación de actitudes en las que se mezclaban la ira contra el espíritu autoritario y el mediocre adoctrinamiento impulsado por el estado peronista, con el deseo, no siempre confeso, de que el pobrerío fuera “puesto en su lugar”. La ilusión compartida era que un peronismo alejado del poder y proscripto, se agotara hasta desaparecer con relativa rapidez. Esto sólo tuvo visos de realidad entre los que habían formado parte de la alta burocracia estatal y gremial o habían medrado a su sombra, apurados por hacerse olvidar, cuando no por acomodarse al nuevo estado de cosas. Ocurrió lo contrario con los “descamisados” que no tardaron en convertir el “retorno” en un ideal colectivo, mientras los sectores más activos en su seno resistían activamente al avasallamiento de los sindicatos y la persecución política. Sufrirían la cárcel y la tortura, en compañía de socialistas de izquierda, comunistas y trotskistas, que no aceptaron convertir su oposición al peronismo en complicidad con la “Libertadora”. Como suele ocurrir con los golpes militares, el imperio de la libertad y la ley en cuyo nombre se había realizado el pronunciamiento septembrino, se convirtió en su contrario. El peronismo fue proscripto, mediante un decreto que prohibió desde mencionar a Perón hasta silbar la marcha peronista. La reforma constitucional de 1949 fue abrogada por decreto, y lo peor de todo, se produjeron fusilamientos de opositores por el “delito” de rebelarse a su vez contra los golpistas. A modo de respuesta, huelgas, sabotajes, bombas y publicaciones clandestinas inauguraron el capítulo de luchas populares que pasaría a llamarse la “resistencia peronista”.
La lección debió resultar clara: La “violencia entre hermanos” y el “derramamiento de sangre” que la capitulación procuraba supuestamente evitar, se produjo igualmente, con un estado y unas fuerzas armadas viradas, con más claridad que nunca antes, a la defensa de una clase, aun a costa de disparar contra el pueblo. No fue así, y las claudicaciones de gobiernos civiles frente a alzamientos golpistas se repitieron durante décadas, con el invariable saldo de injusticia social, aumento de la desigualdad, cárcel, tortura y muerte.