La literatura de duelo

La muerte de Kishón y Miller

Con escasos días de diferencia nos abandonaron Efraím Kishón (23 de agosto de 1924 - 29 de enero de 2005) autor de obras como “Pobrecito Goliat”, “Las suaves trompetas de Jericó” o “Mi familia al derecho y al revés), y Arthur Miller (24 de octubre de 1915 - 10 de febrero de 2005), creador de otras obras como “Foco”, “La muerte de un viajante” y “Las brujas de Salem”. La literatura universal y la cultura judía en particular están de duelo.

Por Laura Kitzsis

Un país al derecho y al revés

Un galitzianer viaja en tren, se recuesta en el respaldo y apoya los pies en el asiento. En la estación siguiente, sube un caballero vestido a la europea y el judío se sienta correctamente. El recién llegado, mirándolo, le pregunta “Perdone usted. ¿Cuándo es Yom Kipur?” Apoya entonces el galitzianer sus piernas nuevamente sobre el siento mientras exclama: “¡Azoi!”
El relato, citado por Freud en “El chiste y su relación con lo inconsciente” y retomado por Teodor Reik en “Psicoanálisis del humor judío” expresa una oscura verdad: ningún judío siente jamás un auténtico respeto por otro judío, así como no pueden sentirlo los prisioneros que comparten la misma celda, los habitantes de una ciudad sitiada… o los miembros de una familia. Envidia, odio, compasión, admiración y por supuesto, amor, pero difícilmente respeto, ya que toda su dinámica vincular se ha desarrollado en el seno de una atmósfera de familiaridad y convivencia (gran parte de las veces forzada) en la cual inevitablemente no hay demasiado lugar para el respeto.
Una situación por cierto privilegiada si se es un escritor satírico y se vive en Israel.

“Un interrogante que se plantea continuamente es: ¿cómo se siente uno cuando vive en un país donde todos son hermanos? O sea, donde el ministro de defensa es judío, el presidente de la Corte Suprema de Justicia es judío, y el policía de tránsito también es judío. Y en verdad especialmente cuando se trata de este último, es agradable saber que el que extendió la boleta no es un goy desconocido sino un hombre de nuestra propia sangre, nuestro hermano, el policía de tránsito. Es inevitable que de vez en cuando se practique igualmente un pequeño fratricidio”.
(E. Kishón, “Una boleta gratuita”).

Efraím Kishón (Ferenc Hofmann) llegó a Israel en 1949 desde Hungría, a los 26 años. En sus cuentos es, por momentos, un ilustrado y culto europeo rodeado de toscos sabras y, por momentos, un israelí veterano, testigo lúcido de los aspectos más complejos de un joven país que intenta definir su identidad:

“FRIDA: -¡Estimado señor Shabati! Ustedes los inmigrantes de los países orientales, con todo el respeto y el aprecio que nosotros les debemos…tienen que esforzarse por entender la realidad de nuestro país y olvidar cuanto antes las tradiciones bárbaras que trajeron con ustedes del lugar de donde vienen.”

SALAJ: -¿Olvidarnos? ¿Por qué tenemos que olvidarnos? Señora compañero…nosotros siempre tenemos que olvidarnos de lo que no está bien para los señores. Kusa ma jshi no sirve, ¿Por qué? ¡Porque el señor y la señora se pasan todo el día comiendo milanesas! Lindas canciones árabes, suaves como la seda, no sirven, pero una sinfonía la menor en la radio todo el día que uno puede volverse loco, está muy bien ¿Por qué? Porque desde que eran chiquitos el señor y la señora compañeros están acostumbrados a escuchar solo eso y ahora ya no saben lo que es bueno…Barbaridad o no barbaridad, señor, entre nosotros es ley que se le pague al padre por una hija, porque él la cría todos estos años para el señor Zigui. Aquí en el kibutz, si siembran la tierra quieren cosechar, ¿no?”.
(E. Kishón “Zigui y Jabuba”)

La política, la absorción de inmigrantes, las relaciones ambivalentes y conflictivas entre Israel y la diáspora, el desabastecimiento en tiempos de guerra, los ideales colectivistas, la militarización de la sociedad, el “nouveau riche” israelí… Kishón se rió de todo, y además, escribió sobre el hombre común, sobre sus pequeñas y universales desgracias. Gran parte de sus relatos giran en torno a hijos que no quieren tomar la leche, plomeros que nunca acuden cuando se los necesita, parientes molestos o paraguas que desaparecen la única semana que llueve en el año.
Para los diaspóricos alumnos de escuelas judías que aprendimos hebreo bíblico y nos imaginábamos Israel como un gran Muro de los Lamentos, leer a Kishón fue empezar a entender qué quería decir eso de “una nación como todas”, y además reír. No es poco.

Miller y la redención

“En el espejo del cuarto de baño, el mismo que había utilizado durante casi siete años, veía lo que podría llamarse con toda propiedad el rostro de un judío. Un judío había entrado en su cuarto de baño.”
(Arthur Miller, “Foco”)

Newman no es judío, los judíos ni siquiera le gustan, los negros tampoco. No es un racista fanático, jamás pasaría a la acción directa, carece de pasión, es un hombrecito mediocre…hasta que le recetan anteojos. Poco importa lo que Newman ve con sus anteojos nuevos, lo que importa es lo que ven los demás cuando Newman empieza a usarlos. Y los demás ven a un judío. Una acusación absurda basada en ciertos rasgos faciales y un apellido equívoco. Pero… ¿Acaso el señalamiento de los judíos en tanto tales no es igualmente absurdo?.
La mirada de los otros lo hace “ser” inexorablemente. Sumido en la perplejidad, Newman será blanco de los mismos ataques que Finkelstein, el único judío del barrio, convertido ahora en un inquietante aliado.
Mucho antes de que el término “identidad” quedara indisolublemente ligado a la cuestión judía, Arthur Miller exploró en “Foco” -escrita en 1945 bajo el impacto del nazismo- la construcción de la identidad cuando la mirada de los otros se vuelve pura negatividad. Una de las primeras obras de la novelística judeo-norteamericana. La historia de un hombre que no es judío, pero lo parece.
Newman no quiere enrolarse en el Frente Cristiano, tampoco quiere defender a Finkelstein. Quiere que lo dejen en paz. ¿No se puede ser simplemente un hombre? ¿Irremediablemente se debe optar, tomar posición, elegir un bando, una trinchera?
¿Qué debe hacer para salvarse? ¿Demostrar que él no es lo que los otros le adjudican?
¿O asumir junto a Finkelstein un “destino judío” y luchar con él?
Si hay un dictamen que recorre la obra de Arthur Miller podría ser éste: “No te salvarás solo”, lo sabe Newman, lo sabe Larry Keller, (“Todos eran mis hijos”), lo sabe John Proctor, (“Las brujas de Salem”). Lo sabía el propio Arthur Miller:

John Proctor:Tengo tres hijos… ¿Cómo enseñarles a caminar por el mundo como hombres si he vendido a mis amigos?
“Las brujas de Salem”, 1952.

Arthur Miller: Cuanto puedo decir, señor, es que mi conciencia no me permitiría dar el nombre de otra persona.
“Acta del Comité de Actividades Antiamericanas”, 1956.

¿Quién dijo que la vida no imita al arte?

Adiós y gracias

Uno llegó a su patria de adopción huyendo del régimen estalinista, el otro resistió la purga y las delaciones del macartismo. Uno escribió en la lengua de su Brooklyn natal, el otro memorizaba diccionarios y jamás pudo deshacerse de su acento húngaro. Uno optó por la sátira localista y desacartonada, se rió con amor de las grandes construcciones míticas del sionismo, el otro –un dramaturgo de tesis- fue mundialmente famoso, y -paradójicamente- un ícono cultural del sistema que tan lúcidamente criticó.
Ambos eran miopes, altos y flacos, de rasgos afilados y frentes anchas con profundas entradas… tenían un aire de familia. Ambos descansaban juntos en aquellas bibliotecas judías que solía haber en las casas de nuestros padres, quienes con inocente reverencia compraban libro tras libro de cuanto escritor judío se publicara. Bibliotecas pobladas de títulos de la editorial Candelabro, Pardés, Manuel Gleizer, y números (siempre discontinuados) de Davar. Así los conocimos. Por distintos motivos forman parte de las lecturas iniciáticas de muchos de nosotros. Son de una época en dónde los contornos parecían más claros y los colores más definidos, cuando hasta Marilyn se veía inocente.
Para los lectores, ciertos autores son algo así como parientes, habitantes de las fotos borrosas de nuestra adolescencia. Tenemos hacia ellos un sentimiento de filiación, gratitud, y nostalgia por cierto tiempo ido.
Nos dieron algo que sólo ellos nos podían dar, después -como el tío Alberto de Serrat- siguieron su camino y nosotros empezamos el nuestro. Adiós. Y gracias.