A 13 años del atentado a la Embajada de Israel

“Cuentos bajo los escombros”

Ante una investigación detenida en el tiempo, y nada nuevo qué contar al día del cierre de esta edición, decidimos conmemorar este nuevo año, uno más, del grave y salvaje atentado a la Embajada de Israel en la Argentina, con un cuento de quien fuera el jefe de Prensa de la delegación diplomática al momento del atentado. Por entonces, Jorge Cohen estaba preparando un libro de cuentos que tenía guardado en el cajón de su escritorio de la Embajada. Cuentos que poco tenían que ver con su función profesional, sin embargo, luego de haberse salvado del atentado, él y sus cuentos, los mismos tomaron un giro emblemático como testimonio de vida más allá de la violencia irracional que pueden engendrar los hombres.

Así lo explica el mismo Jorge Cohen en su libro:

“Fue el 17 de marzo de 1992 a las tres menos cuarto de la tarde: unas hojas impresas con las versiones iniciales de los diez relatos que se suceden en este libro volaron por el aire junto con el edificio de la embajada de Israel en Buenos Aires.
Hasta ese minuto -puntual, inesperado- esos papeles habían quedado guardados en el cajón de un viejo escritorio de los años cincuenta, en el segundo piso de embajada…
Una semana más tarde -o dos, o tres, ya no importa- encontré sin buscarlos esos borradores chamuscados, en el mismo sobre color madera donde los había dejado: También eran un desecho más. Lo eran dentro de una bolsa negra en la que acaso un socorrista había depositado lo poco rescatado entre los escombros.
Junto a los textos había piedras, polvo y esquirlas. Así como estaban, los llevé conmigo.
Años después, pude vencer la cobardía de no ambicionar enfrentarme con esas historias que alguna vez había escrito y que, como yo, habían sobrevivido.
Comprobé que los acentos y las correcciones ortográficas que Marcela Droblas había marcado sobre el papel estaban casi indemnes, increíblemente. En esos trazos desparejos, saltando de una línea a otra, estaba la mano y el corazón de Marcela. Era como volver a verla. También aparecían las flores y las caras que le gustaba dibujar, como a otros les gusta golpear los dedos o mirar un punto fijo mientras hablan o escuchan.
Esas enmiendas en mis escritos fueron tomadas en cuenta en la versión final. Marcela Droblas trabajaba conmigo en la embajada, y era también una atenta lectora, correctora y crítica. Le hubiera gustado ver publicados estos cuentos, ya que nunca podrá saber cómo continuaron y se elucidaron. Ella y todos sus proyectos fueron asesinados aquel día: quedaron bajo los escombros.
Mientras completaba estos cuentos, me persiguieron muchas veces dos momentos literales que aún suelen invadir mis días y mis noches: cuando volamos por el aire, en aquella tarde trágica e irrepetible del verano del ‘92; y el reencuentro con los relatos, que creí que habían muerto, como tantas otras cosas que alguna vez existieron.
Sin ensayar una comparación de pretensiones ridículas, me permito citar un episodio literario y a la vez polisémico del Talmud, en el que un rabino, por su sola condición de judío, es atado a un poste, envuelto en los rollos de la Torá de su templo y prendido fuego.
Cuando se le acerca el discípulo para consolarlo, el rabino le dice:
‘No temas, el papel se quema, pero las letras vuelan’.
Este libro intenta, entonces, presentar un testimonio, a pesar de los homicidas, cómplices, encubridores y tribunos supremos, que ignoraron la tragedia del 17 de marzo y que aparecen entrometidos en algunos cuentos. Ellos, los de la ficción o los de la realidad, procuran quemarlo todo.
Pero las letras, no. Nunca podrán”.

El siguiente cuento fue seleccionado por el autor a pedido de Nueva Sión:

Esas dos mujeres

Benevolente, itálico Adonai,
tío lejano, viejo pariente en fotos amarillas.
Humberto Constantini / Eli Eli Sabactani.

Uno

Cuando supe que el tío Carlos se moría, corrí como un desesperado. Bajé del taxi, entré en el hospital y subí siete pisos en un ascensor que no llegaba nunca.
Un pasillo brillante me dejó frente a una sala en la que encontré, junto a otras camas, la del tío. Estaba ordenada y vacía. Caminé hasta un vestíbulo y en vano rastreé su nombre en una pizarra que colgaba de la pared. No me hizo falta saber más nada.
Sin embargo, me quedé esperando que en algún momento, debajo de la palabra paciente escribieran el nombre del tío y su nuevo número de cama.
Volví a la sala. Esta vez vi los ventanales, la claridad del día y noté un acentuado olor a alcohol en el aire. Sorprendí a una enfermera y le pregunté como podía encontrar a mi tío. Lo nombré por su apellido y le consulté adónde lo habían llevado.
– Usted no puede ingresar allí sin una autorización, pero podemos ver lo que anotaron en el último parte médico, me respondió.
Asentí. Poco después, ella revisó en el faldón de la cama vacía y sacó una carpeta incolora.
– Señor, aquí tiene, me dijo.
Abrí la carpeta. Con los ojos llorosos, leí unos formularios foliados y mal impresos. Así me enteré que el tío había sido enviado a la morgue.
Cerré la carpeta y se la dejé a esa mujer de delantal blanco, sin un solo gesto y sin una palabra de más. Lo hice, como si esas hojas borrosas y hasta impersonales, no me hubieran impresionado.

Dos

Llamé por teléfono a unos amigos del tío y les pedí que divulgaran la noticia entre sus conocidos. Jamás, lo juro, he pasado por una situación parecida, les dije. Me ocupé de publicar los avisos necrológicos en los diarios, hacer los trámites para sacarlo del hospital y hablar con la compañía de pompas fúnebres. Me prometieron que a última hora de la tarde el velatorio estaría listo. Así fue. Cuando llegué al salón funerario el nombre del tío estaba apuntado con letras blancas de plástico sobre un pizarrón de tela negra. Más allá, un mozo acomodaba dos pocillos sobre una bandeja y en una habitación contigua reconocí el brillo apagado de unas ánforas, junto al féretro y al cuerpo amortajado. Eso era todo. Al verme, el encargado se presentó con solemnidad y me di cuenta de que el suyo no era un saludo de cortesía. Lo acompañé a su escritorio y le entregué un adelanto del dinero que habíamos convenido, con la promesa de completar el resto esa misma noche.
Me llamó la atención un hombre de traje marrón, canoso, de buen porte, que caminó hasta el féretro y luego hasta una de las mesas. Se sirvió una tasa de café que bebió de un trago. Dejó la tasa vacía sobre una bandeja, se acercó a mí y sacó de su bolsillo un sobre alargado. Estos cheques, me dijo, cubrirán las necesidades que tengas por todo esto. Si es necesario más dinero, por favor avisame; estaré aquí un buen rato, me dijo.

Tres

Cuando el martes pasé a visitarlo por su casa, presencié su última recaída. Recuerdo que llegué al edificio, esquivé unos escombros en la vereda, toqué el portero eléctrico y como nadie contestaba, subí directamente. Abrí con mis llaves la puerta del departamento. Pero tuve que esforzarme, porque un montón de diarios viejos obstruía el paso. Una vez adentro, cerré la puerta y me di vuelta para mirar los sillones gastados, los cuadros caídos, las paredes descascaradas, las arañas casi sin lámparas.
Lo llamé. Escuché ruidos en la cocina y allí fui. Lo encontré parado sobre una vieja heladera gris, con la barba dispersa, en pijama, con un gorro tapándole la calvicie, y sandalias. Al verme se sentó con las piernas colgando, las que comenzó a mover hacia adelante y hacia atrás, golpeando la puerta de la heladera. Me quedé mirándolo.
– ¿Y vos quién sos, cómo entraste?, me preguntó a los gritos. En otro tiempo y con una escena similar, yo me habría reído pensando que estaba ensayando una de sus actuaciones teatrales. Pero no era una representación de su clásico humor, hablado o mímico, sino de su desventurado y cercano final.
Intentó bajarse y se quedó a mitad de camino, con el pijama enganchado en la manija, abrazado a la heladera. Cuando tomó conciencia de su insólita posición, no tuvo mejor idea que dar vuelta la cabeza y ofrecerme de beber algo frío. Se bajó. Lo vi caminar con dificultad hacia la ventana.
– Venga tío, le dije, y acerqué dos sillas. Nos sentamos y recién en ese momento me llamó por mi nombre. Menos mal, pensé. Le tomé las manos temblorosas y enflaquecidas, acaso con la esperanza remota de propagarle de esa manera irreprochable una bocanada de ánimo, un soplo de fuerza.
El más preocupado de los dos no era él, que con la voz cascada, como si nada ocurriera, contaba casi sin parar de toser cuáles eran sus planes o supuestos planes para esa noche y para la siguiente.
Lo miré. Me pregunté si él tendría una noción, aunque sea distante, de lo que sucedía. Pensé que se burlaba de la muerte y que nada le importaba.
La tos lo afectó durante el resto del día y fue la única razón convincente que logró hacerle cambiar sus proyectos nocturnos por una cama en el mismo hospital que él había visitado una semana antes.

Cuatro

Saqué del bolsillo uno de los cheques que me había entregado el hombre de saco marrón. Enrique Martínez Cossio, leí al pie, impreso en mayúsculas. Me avergonzó no haberlo reconocido. Hacía años que no lo veía.
Me acerqué otra vez al escritorio y le di el cheque al encargado de la funeraria. Lo prometido, le dije. Lo vi sonreír, con una parodia de satisfacción. Imaginé lo que diría el tío acerca de esa sonrisa.
Ante el féretro, me distendí. Fue un minuto escaso, pero me alcanzó para verlo al tío con la cara sosegada y los ojos definitivamente cerrados.
Al salir del salón funerario le dije al empleado a cargo de la puerta que volvería en un rato.
Quería caminar y despejarme, pero a las pocas cuadras cambié de idea. Compré el diario de la tarde y entré en un café. Sentado a la barra, me froté las manos, bostecé y repasé mi cara como para reconocerme.
Me puse a leer el diario y encontré una semblanza del tío publicada en un recuadro espacioso. Quiero decir: una versión poco creíble de su vida.
La nota intentaba retratar a un prócer, a un hombre intachable de una familia intachable. Hablaba de su extenso árbol genealógico, de las posesiones de la familia y de “sus convicciones religiosas, su acentuado sentido patriótico y de la defensa de las buenas costumbres”.
Muy ocurrente, pensé. Ese no era mi tío, dije en voz alta y sonreí.
Cerré el diario. Me pregunté quién de la familia habría llevado esa engañosa biografía. Terminé de tomar el café, pagué y me fui.
Atravesé la calle empedrada y vacía.
Al volver al velatorio, saludé al hombre de la puerta. Me llamó la atención una mujer que entraba a mi lado. Era alta, atractiva, de unos cuarenta y tantos, pelo negro, tacos altos y piernas largas. Caminó hacia la habitación adonde estaba el féretro y dejó, como al descuido, un papel entre la base y la consola que lo sostenía. Ella pareció asombrarse cuando se dio cuenta de que yo la miraba. Salió caminando rápido. La seguí con la mirada hasta la puerta de salida, tras la cuál desapareció.
Fue nada más que por unos segundos que aquella mujer no se cruzó con otra, de cabello castaño, que ni bien entró también fue hacia el cuerpo yaciente del tío.
Se quedó parada frente a él, bajó la cabeza, cerró los ojos y apoyando apenas sus labios pintados, le dio un beso en la mejilla y dejó una marca de rouge casi sobre el bigote del tío. Nosotros dos éramos los únicos en el pequeño aposento.
Con la cabeza en alto, ella caminó hacia mí. Escuché o creí escuchar sus sollozos. Me miró con unos ojos visiblemente apocados, más por la pena que por el llanto.
Reparé en sus labios y después en el rouge coloreado en esos mismos labios.
Me dio la mano: soy Dora, me dijo, y siguió caminando.
Me pregunté quién sería la otra mujer, la de pelo negro, y sentí curiosidad por ese papel que ella había escondido debajo del ataúd. De pronto, se me ocurrió que podría tratarse de un rito, de un pacto, de un acuerdo íntimo. Y pensé si es que ella había intentado pasar desapercibida o esperó a que yo regresara de la calle para entrar conmigo de una manera supuestamente casual.
Me levanté, fui hasta el féretro, retiré el papel y lo guardé en el bolsillo. Volví a sentarme y casi de inmediato me quedé dormido. Tuve un breve sueño, una representación fugaz de la casa de mi infancia, de su fachada y sus jardines; allí aparecía mi padre sentado junto al tío.
Cuando desperté, volvió a surgir frente a mí el rostro del tío con la cara inmóvil. Tan distinto, recordé, al que aprendí a querer en esa casa de mi infancia, llena de sol y de sombras.
Fue en esos jardines en los que papá anunció que con los años yo sería el administrador de los campos y de las propiedades de la familia. Para eso debía ir a estudiar a Gran Bretaña. Cuando el tío se enteró me dijo que no atendiera las que él llamaba esas pavadas tradicionales, y que me dejara llevar por mis propios deseos y no por los deseos del ateneo familiar. Si esa es tu intención, tenés que estudiar lo que te guste y cuanto más inútil sea a la vista de tu padre la carrera que elijas, mejor, recuerdo que me dijo. Para mí no era fácil desafiar la autoridad paterna y desestimar la seguridad económica de la que tanto me hablaban en la escuela y en las reuniones de la parentela.
Después de darme ese consejo, en la misma semana, fue el tío quién me acompañó al colegio para interceder ante el regente: me habían sancionado con unas amonestaciones. El profesor que me las había puesto era muy amigo del regente y de las autoridades de la escuela. Siempre tenía el pelo muy corto y yo lo escuchaba en la clase decir a menudo que había que mantenerse lejos de los artistas, de los hebreos, de los idólatras y de los que él denominaba las muñecas quebradas. Pensar que llegué a creerle. Fue el tío quién habló con el profesor y con el regente acerca de las razones de la sanción. Cuando se las dieron, armó un verdadero escándalo. “Este es un país libre, no pueden hacerle eso al chico; amonestarlo solo por no ponerse de pie cuando entra un profesor”, dijo o creo acordarme ahora que lo dijo. Sus argumentos en mi favor fueron, a juzgar por las consecuencias, más atrevidos que mi presunta transgresión y no hicieron más que agregar leña al fuego. Como resultado de su protesta, me expulsaron de la escuela. Después el tío me confesó su alivio cuando supo que ya no había ninguna posibilidad de que yo volviera a ese colegio. Pero se equivocó: si que había una posibilidad. Una importante donación de mi padre para supuestas ampliaciones del gimnasio de la escuela fue la que posibilitó que se borraran repentinamente las amonestaciones, que yo volviera a usar el uniforme gris y azul y que fuera visto por el claustro, por arte de magia, como el estudiante probo que ya nunca volvería a ser.
Un toque en el hombro me volvió a la realidad.
– En unos minutos querría hablar con usted, me dijo Dora.

Cinco

Muy cerca de mí, un mozo servía café en ronda o a quién lo solicitara. Enrique, el hombre de traje marrón, tomó un pocillo. Dos amigos del tío a quienes yo conocía, conversaban con él. Cruzamos las miradas y se aceraron.
– Nosotros recordábamos, me dijo Enrique, que vos eras una criatura cuando él comenzó a hablar libremente en cuanto lugar se le presentara y a hacer lo que mejor le parecía, no siempre en consonancia con los anhelos de tu familia.
Su presencia en farras impensadas para una persona de su condición social y su participación activa en debates intelectuales aceleraron una ruptura familiar que se produciría poco tiempo después, por otras cosas que les contaré enseguida. Enrique tomó un sorbo de café.
– Cada vez que puedo, dijo, rememoro esta historia que lo pinta de cuerpo entero: fue cuando en una fiesta, serio y solemne, proclamó que sus creencias eran muy firmes y que comenzaban y terminaban en la Coca Cola. A la Coca Cola la veo, la toco, sólo en ella puedo creer, explicó tu tío en ese momento. Te imaginarás las consecuencias, que a duras penas fueron suavizadas por algunos de la familia. Él, dijeron, estaba un poco alegre por el vino y el champaña. Esa vez la situación pudo ser disfrazada, pasó, y quedó nada más que en una anécdota. Sin embargo, precisó Enrique, cuando a los pocos días firmó con su nombre y apellido una proclama en favor del amor libre, ya no hubo acuerdo ni argumentos que valieran. Después hubo otras y diversas exhortaciones: a favor de los anarquistas, de los Tobas, de los músicos callejeros, en contra de la discriminación.
Los que escuchaban a Enrique a veces movían la cabeza de arriba hacia abajo, como si evocaran cada uno de las evocaciones. Él continuó su relato, sobrio, en un tono seductor. Creo, dijo, que fue por esa época, alguno de ustedes se acordará, que envió al gobernador general -un primo hermano de él- una carta manuscrita; también despachó una copia a los diarios. La carta, debo tener una transcripción en mi archivo, describía con lujo de detalles y datos a granel, un fraude electoral a favor del gobernador, apoyado por la Corte Suprema a cambio de ciertas dádivas; y, por sobre todo, denunciaba los destinos poco o demasiado claros, así decía la carta, de los dineros públicos, muchos de ellos invertidos en la mansión particular del tipo. Y adjuntaba una fotografía del palacete. A la mejor amiga del gobernador, que se llamaba Pilar pero que era conocida como Pily en ciertos círculos de la ciudad, no le cayó muy bien la idea de que esa misiva y la foto se publicaran en los diarios.
Al gobernador las denuncias le importaban bien poco. Por eso llamó la atención que eligiera la acción directa: les hizo saber a los diarios su opinión acerca de la posible publicación de esa carta, con el gentil envío a las redacciones de un grupo de matones oficiales, eso sí, acompañados por el escribano más caro de la ciudad. Como era de esperar, la camorra se impuso ampliamente a la libertad de prensa y la original denuncia de Carlos nunca se difundió y tampoco tuvo, como corresponde a este país, ningún efecto práctico. Curiosamente, la carta fue publicada como una muestra folklórica de nuestra realidad tropical, nada más que por un diario de París, hasta donde el gobernador, su amante, los matones y el famoso escribano, por lo visto, no pudieron llegar nunca.

Seis

Al fin, Dora se acercó. Sentí otra vez el cansancio de todo el día y me conformé con escucharla. Había necesitado, me explicó, tomarse una pausa luego de decirle adiós al tío y por eso recién ahora podía hablar conmigo ¿Sería cierto? ¿Por qué no? La noté más apacible que cuando entró, con un tono de voz estable y hasta sugerente.
Se presentó como una antigua amiga del tío y por lo que dijo, lo conocía bastante bien. También tenía algunas referencias acerca de mis gustos y costumbres y de mi cercanía con él. A los pocos minutos de escucharla, parecía que éramos viejos amigos. Mientras ella hablaba, yo observé nuevamente sus labios, sus manos prolijas y sus dedos finos y sin anillos. Noté que su mirada ya no era de dolor. Había en ella una creciente luminosidad.
¿Qué proximidad habría tenido el tío con ella? Ahora ya no importaba.

Siete

Un pequeño grupo de cuatro o cinco personas conversaba en voz alta. Cuando me aproximé, uno de ellos dijo que el tío había perdido la estancia de Azul en una partida de póker. – Claro, cómo no, si fue conmigo, replicó otro, de moño blanco; pero pocos días después de haberla escriturado, agregó, me la expropió el gobernador, que me mandó la policía y todo; la puso a su nombre y me obligó a firmar la transferencia con la guardia de infantería detrás, apuntándome con sus fusiles a la cabeza. Por lo que sé, el dinero en efectivo que le quedaba al loco de Carlos se diluyó entre una veintena de señoritas y, por supuesto y gracias al cielo, también señoras, dijo.
Llamé a uno de los empleados y le pregunté cómo llegar al baño; caminé hasta allí y entré. No había nadie en ese ámbito reluciente.
Repentinamente, puse la mano en el bolsillo y saqué un papel. El mismo que -por lo visto- había recogido muy poco antes de quedarme dormido. No había sido, como yo suponía, una parte del sueño.
Saqué la hoja y la desplegué. Era una carta.
Leí. Las primeras dos palabras me pasmaron e hicieron que no detuviera la lectura hasta el final, como quién toma un vaso de agua fresca luego de correr por el desierto:

Querido sobrino:

Confiaba en que sentirías alguna intriga por este papel (y también por su mensajera). Y si ya leíste hasta aquí, observo (por así decirlo) con satisfacción que no me has defraudado en mis conjeturas. La comenzaste a leer tal vez hace un minuto y ahora continuarás, supongo, con una mezcla de asombro, extrañeza e interés.
Quería despedirme de esta manera porque presumía que no íbamos a poder hacerlo personalmente, como creo que lo merecíamos los dos: la enfermedad se decidió a avanzar sobre mi cuerpo sin defensas y supongo que sus efectos apurarán una definición sin retorno para hoy, mañana, a lo sumo pasado. Sin embargo, la enfermedad me dejó estos minutos de lucidez y de tranquilidad como para escribirte.
Es una lástima que los tiempos los marque una dolencia que no domino y que se salió con la suya al no habernos dado la oportunidad para una última copa, para una despedida con buenos y malos recuerdos; con preguntas nunca formuladas, y muchas respuestas que ahora ni vos ni yo escucharemos jamás. Al menos podrás suponerlas, investigarlas, averiguarlas por ahí. Yo ya no tengo ni siquiera esa alternativa. Si estás leyendo estas líneas, te reitero, es que habrá sido así.
Nunca te lo dije sobrino, pero la verdad es que me contagié un virus desconocido durante aquel viaje a Nueva Zelandia, hace tantos años. Por eso debí regresar de apuro, en las mejores condiciones que pude y abandonar la idea de vivir al lado del mar, lo más lejos posible de la familia y de su grupo cerrado de amigos.
Estaba pensando en que quizás, ahora que ya no estoy entre los vivos y por ende tampoco soy más un elemento de discordia, debieras de intentar un acercamiento con tus padres. Puede, pienso, que sea demasiado el tiempo que no ves a la prole. El que te hayan desheredado y excomulgado de los círculos íntimos, como a mí, fue un paso adelante que diste, gigantesco, y del que debes enorgullecerte; una victoria, para usar el mismo lenguaje que ellos, que miden la vida en términos de triunfos o de derrotas.
Renunciaste a la gloria, tal como la entiende tu padre, para poder ser mi compinche. Pero bueno, hay nuevos miembros en la familia, para quienes serás ‘El Diablo’ o simplemente no existirás, que merecen su ocasión para saltar el charco y frecuentar otros ámbitos, diferentes a los de ellos. Escúchame bien: yo no digo que vuelvas al seno familiar (¡seno familiar!), digo que te des una pasada nomás. Ya verás después.
Un deseo personal, del que hemos hablado otras veces: por favor, no te dejes extorsionar.
Por mí no te preocupes. Ya no estoy en ningún lado, sólo me sucederá el recuerdo. Aunque como dijo alguien, los hombres buenos van al cielo y se quedan allí, estáticos e inalterables, mirando a otros hombres, también estáticos e inalterables.
Los hombres malos (y las mujeres también, eso es lo sustancial) vamos al infierno, desde allí nos movemos para donde se nos da la gana y la pasamos mucho mejor. Quién te dice que todo ese invento chino del cielo y del infierno al final resulte ser cierto y yo esté ahora caminando entre fuegos fatuos y tridentes, entre artistas y librepensadores.
Sobrino, tenés la vida por delante. Cómo les decían a muchos amigos de mi infancia adelante y con maldad.

Te abraza fuerte y te quiere,

Tu tío Carlos.
(Como otras tantas veces, dirección desconocida)

Posdata I:
Cuando vayas por mi casa, y hacelo cuanto antes, no dejes de revisar la biblioteca. Llevate los libros que te interesen antes de que lleguen los de la familia y se les ocurra quemarlos. Ya que no pudieron mandarme a la hoguera, como hubieran querido, se la tomarán con mis pobres libros.
Bueno, tampoco ese gusto hay que darles.

Posdata II:
En el segundo estante encontrarás una edición de “Gardel supo retirarse a tiempo”. Y entre las páginas 89 y 90, un papel que envuelve unos cuantos billetes. Flaco, son para vos.

Posdata III:
De los gastos, no digo de los inconvenientes, que te estoy provocando en estos momentos, se ocuparán mis buenos amigos de toda la vida. Ya he hablado con ellos. No era justo dejar este punto librado al azar.

Lloré y sonreí. Alterné el llanto, el puro llanto, con la sonrisa. A veces los superponía.

Ocho

Recibí el último pésame y, en ese momento, distinguí a Dora. Ella se acercó. Lo estoy esperando, me dijo, y me tomó del brazo. Me quedaré hasta mañana, le contesté. Me dijo que ella también lo haría.
Pensé muchas cosas. Pensé en que me gustaría que Dora fuera esa otra mujer, la que había dejado la carta debajo del féretro. Me gustaría que fuera ella la que me tomara del brazo y juntos abandonáramos el salón.