Yo estuve pensando y recordando. Cuando el comienzo de la guerra era un muchachito, en un país que permaneció neutral hasta el final, con lo que pudo aprovechar la ocasión para vender alimentos a los combatientes a buen precio. Tal política, que permitió hacer grandes fortunas y acumular divisas, se mantuvo invariable bajo los gobiernos de la llamada Concordancia (alianza de radicales antiyrigoyenistas y conservadores tradicionales con el apoyo de algunos emigrados de otros partidos, sobre todo socialistas) y en los primeros tiempos del gobierno militar que tomó el poder el 4 de Junio de 1944 (y en el que figuró, prominentemente, el entonces coronel Perón). Cuando la guerra de inclinaba decisivamente a favor de los llamados Aliados (cuyos motores principales eran, para ese entonces, Gran Bretaña y Estados Unidos junto a la Unión Soviética) la Argentina declaró la guerra al Eje (sin enviar ningún soldado), lo que le permitió expropiar las empresas de cuidadanos de las naciones que lo componían o de sus estados.
Ese fue nuestro aporte a la guerra contra el fascismo, el nazismo, y el imperialismo del Japón. Mi numerosa familia paterna se distribuía entre los partidos tradicionales que dominaban el panorama: mi padre era dirigente de la Unión Cívica Radical, del ala Yrigoyenista, afiliación en la que lo acompañaban mis tíos y tías menores; las otras tías y tíos eran del partido Demócrata Nacional, conservadores que habían aplaudido el golpe militar de 1930, de clara tendencia fascista.
Dos de mis tías maternas eran afiliadas del Partido Comunista, y la mayor simpatizante. Los maridos y esposas de los que eran casados, acompañaban a sus cónyuges en esas preferencias, con una notoria excepción: mi tío Ratti, también un dirigente radical, casado con una notoria conservadora, Soledad, una de las hermanas mayores de mi padre. Mi madre estaba muerta para ese entonces, pero había sido simpatizante activa de la izquierda, aunque no sé exactamente de cuál tendencia y de qué grado.
Toda, o casi toda, la familia vivió con pasión la política de la época, tanto nacional como la internacional, y, por supuesto, la guerra. El país fue un poco más indiferente respecto de lo último, salvo en la ciudad de Buenos Aires, en sus alrededores y en la pampa gringa, donde una numerosa minoría puso igual pasión en los sucesos externos: no se olvide que eran los tiempos de la Legión Cívica, de la Alianza Libertadora Nacionalista, de una Iglesia católica inclinada, con escasas excepciones, hacia la ultraderecha (en parte por miedo al comunismo, pero creo -más bien- que por convicción digamos… “natural”), del fin reciente de la Guerra Civil española, asumida como propia por los inmigrantes de ese origen, lo que daba lugar a verdaderas batallas campales en la Avenida de Mayo. Los tiempos de los desfiles de encamisados fascistas, citados por el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Manuel Frescó.
Las divisiones sobre política exterior no seguían las líneas partidarias: Frescó era conservador, las fuerzas armadas habían dado el golpe contra Irigoyen (el capitán Juan Domingo Perón jugó un papel relevante firmando por la oficialidad joven el acuerdo para el movimiento); Uriburu era también conservador; pero el general Justo (sobrino del fundador del Partido Socialista) heredero de ese golpe, era radical, si bien de la porción llamada “antipersonalista”, lo que quería decir que era anti yrigoyenista. Y su gobierno surgió de la llamada “Concordancia”, vasto acuerdo político que se expresó por un vicepresidente conservador (Julio Argentino Roca, hijo), y por ministros de origen conservador, radical y socialista.
Por otra parte, numerosos radicales eran pro fascistas, como quedó claro cuando la esposa del entonces joven dirigente Humberto Illía encabezó la entrega de joyas para enviar donaciones a Mussolini como ayuda para la guerra de Etiopía… bueno ¡sobran los ejemplos!
La paradoja
Tampoco la izquierda era muy clara en política exterior: el partido Comunista Argentino siguió, paso a paso, a la Unión Soviética, que pasó de denunciar la “guerra interimperialista”, a apoyar a Alemania y a sus aliados cuando firmó el pacto de no agresión con Hitler, y después a formar parte de los Aliados cuando los nazis los invadieron. Y aquí está el nudo de la trágica paradoja:
No cabe duda que la Segunda Guerra Mundial fue un conflicto inter imperialista, como lo había sido la de 1914. Y que la Unión Soviética se movió por motivaciones nacionales. Pero tampoco que el nazismo era el horror, tanto en doctrina y modo de pensar como en la práctica. Un horror incomparablemente mayor que el racismo anti negro vigente en, esos momentos, en Estados Unidos, mucho mayor que los asesinatos y confinamientos de opositores, por masivos que fueran, de la Unión Soviética, porque era una trabazón cerrada de teoría y práctica, sin ninguna contradicción, sin ninguna apertura hacia la humanidad del ser humano.
Para los muertos es, sin duda, igual ser negro y morir en un ataque racista en Estados Unidos, ser disidente y morir ajusticiado tras una farsa de juicio o en los campos “de trabajo” de Siberia, o ser judío y morir en los campos de exterminio de Alemania.
También es monstruosamente lo mismo para la conciencia de quien proclame la justicia, la igualdad de los seres humanos. Pero en los dos primeros casos hay una contradicción entre los principios del sistema y tales hechos, la posibilidad de denunciarlos dentro de la lógica que gobierna esas sociedades, en tanto, que en el nazismo, esos hechos horrorosos, y todos los que sustentan el régimen existente, se basan -justamente- en los principios en que se funda.
La deuda de la izquierda
La izquierda, en su conjunto, se debe a sí misma una autocrítica amplia, oficial, que comprenda a cada uno de sus miembros por los crímenes del pasado. Y un tenaz trabajo en profundidad para que no vuelvan a cometerse, así como un honesto trabajo para evitar que continúen cometiéndose.
La izquierda necesita reconvertirse en la conciencia de la comunidad o no será. Eso es cierto, con una certeza rocosa.
Pero a los nazis o neonazis actuales es inútil pedirles tal cosa, pues, al contrario, ellos reivindican tales crímenes como parte de su propia esencia.
Los campos de exterminio (donde murieron una muerte deliberada millones de judíos, gitanos, esclavos, opositores o disidentes políticos y de conciencia) fueron la máxima expresión del horror. Y no cabe duda que de haber triunfado el Eje, el nazismo se hubiere extendido por el mundo, lo que incluye a Latinoamérica, donde tenía bastantes simpatizantes activos, algunos de los cuales siguieron sin ocultar tal afinidad después de la derrota militar en Europa y el Pacífico.
Momento de decisión
Muchos desvalorizan esos aspectos, que llaman secundarios del nazismo o los niegan, para reivindicar tan sólo aquellos que les parecen positivos. Es decir, tratan de presentarse como simpatizantes de algo que no es el nazismo tal como fue, aunque conservan su nombre para exaltarlo. Cínicos o hipócritas (o, quizá, hasta ignorantes) levantan la bandera de la muerte y el estandarte del horror.
Leíamos el diario una de estas mañanas, y le dije a mi mujer apretándole la mano: “a vos nunca te hubieran matado, porque no habías nacido. Pero no hubieras nacido nunca, porque hubieran matado a tu familia. A mi hermano David y a mí, y a mis tíos y tías y primos maternos, también nos hubieran matado. Y también a mi padre, por haberse casado con una judía y tener hijos judíos. De modo que tenemos que estar agradecidos a este efecto, digamos así, secundario de la lucha inter imperialista. Aunque muchos anglosajones fueran simpatizantes de Hitler, porque éste era anticomunista. Y muchos comunistas en la Unión Soviética y fuera de ella y muchos anglosajones fueran antisemitas”.
Ser judío… finalmente, uno no lo elige. Tampoco ser negro o gitano. Hombre o mujer.
Pero ser racista, nazi, o luchar por la igualdad y por la justicia, sí.