Aparecido en El País, de España -30 de mayo de 2004-:

Abu Ghraib, Gaza

Albert Camus lo explicó de manera inmejorable: no son los fines los que justifican los medios, sino los medios los que justifican los fines. Derribar una tiranía sanguinaria como la de Sadam Husein y ayudar a Irak a convertirse en una democracia moderna es un noble objetivo; pero si, para conseguirlo, las fuerzas militares de Estados Unidos violan los derechos humanos y perpetran en las cárceles de la antigua satrapía torturas tan crueles y abyectas como las que practicaba la Mukhabarat o policía política del viejo régimen, aquel objetivo se desnaturaliza y muda en un mero pretexto. La defensa de la población israelí contra las organizaciones terroristas palestinas que llevan a cabo atentados ciegos contra la sociedad civil es una finalidad perfectamente legítima, pero cuando un Gobierno, como el de Ariel Sharón, se cree autorizado a cumplir ese cometido atacando con misiles aéreos a poblaciones inermes, asesinando niños, mujeres y ancianos, realizando asesinatos preventivos y dinamitando las viviendas de conocidos, familiares o vecinos de reales o supuestos terroristas, ese Gobierno se ha vuelto terrorista y perdido todo derecho a reclamar una superioridad moral sobre los fanáticos empeñados en acabar a sangre y fuego con el Estado de Israel.

Los horrores que el mundo ha visto en estas últimas semanas en las pantallas de televisión y los diarios, con imágenes procedentes de las mazmorras de Abu Ghraib, la cárcel de las afueras de Bagdad que Sadam Husein convirtió en el símbolo de la ignominia por los tormentos infligidos en ella a sus víctimas, y de las calles y descampados del campo de refugiados de Rafah, en Gaza, tomados por las tropas de choque israelíes, han provocado una reacción indignada en la opinión pública internacional. No es exagerado decir que ellas han hecho más daño a Estados Unidos e Israel que todas las bombas y los ataques suicidas de los extremistas islámicos de los últimos meses. ¿Qué credibilidad pueden tener, cotejadas con las fotografías de esos prisioneros desnudados, obligados a masturbarse y a sodomizarse, sometidos a descargas eléctricas o a los colmillos de perros bravos ante la regocijada imbecilidad de sus guardianes, las afirmaciones del presidente Bush o del secretario de Defensa, Rumsfeld, de que Estados Unidos se halla en Irak para traer la libertad y la legalidad al pueblo iraquí? ¿Y quién podría prestar seriedad alguna a los alegatos de Sharón, ante los cadáveres de los niños palestinos aniquilados por la metralla en las calles atestadas de hambre y de miseria de Gaza, que su política no tiene otro fin que defender a Israel?
Los torturadores de Abu Ghraib y los comandos exterminadores de Sharón sueltos en Gaza han prestado un servicio inconmensurable a quienes vienen sosteniendo hace tiempo que no hay diferencias entre Bush y Sadam Husein y entre Ariel Sharón y los dirigentes de Hamás y la Yihad Islámica.
Sin embargo, pese a todo el justificado desprecio que nos pueden merecer las torturas en Abu Ghraib y los crímenes israelíes contra la población civil de Rafah, conviene hacer un esfuerzo, evitar las peligrosas amalgamas, y, aun en medio del ruido y la furia, discriminar con un mínimo de racionalidad.
Una sociedad democrática puede tener en su Gobierno a una mediocridad sin atenuantes, como Bush, o a un carnicero como Sharón, pero hay en ella unos mecanismos de control, revisión y rectificación de los yerros que justifican la esperanza, es decir, la posibilidad de un cambio radical de política. En Estados Unidos y en Israel estos mecanismos existen y, en estos días de escándalo los hemos visto en acción.
Nadie ha tenido hasta ahora, me parece, la ocasión de ver la cara del joven soldado Joseph Darby, que, el 13 de enero, en un acto de gran coraje y de decencia moral, presentó espontáneamente una denuncia sobre lo que ocurría en Abu Ghraib a la División de Investigaciones Criminales, acompañando su denuncia con un CD repleto de fotografías, parte de las cuales se abrieron camino hasta la televisión y los diarios de Estados Unidos.
El Pentágono y el propio Rumsfeld no pudieron silenciar esta denuncia, origen de la tormenta que ha remecido de pies a cabeza a la Administración Bush. Aunque hasta ahora sólo hay siete soldados y policías incriminados -ridículos chivos expiatorios de lo que a todas luces eran unas prácticas generalizadas de extorsión y ablandamiento de prisioneros para arrancarles información-, ya han rodado muchas cabezas de generales, entre ellas la del propio general Sánchez, jefe de las fuerzas de la coalición en Irak, y es muy probable, casi seguro, que las torturas de Abu Ghraib le signifiquen a Bush la derrota en las elecciones de noviembre. Varios cientos de prisioneros injustamente detenidos en Irak han sido liberados y la ominosa cárcel de Abu Ghraib será pronto demolida. Esto puede ser insuficiente para reparar el daño, pero nada de ello hubiera podido ocurrir en el régimen de Saddam Hussein o en cualquier otra dictadura.
La crítica más feroz a las atrocidades contra civiles palestinos en Gaza no ha salido de la boca o la pluma de los adversarios de Israel, sino de Tomy Lapid, líder de un partido laico israelí de corte centrista y ministro de Justicia del propio Gobierno de Ariel Sharón. Hay que saludar la valentía y la limpieza ética de este israelí, tan admirables como las del soldado Joseph Darby, a quienes los intolerantes y fanáticos de sus respectivos países acusan de traidores a la patria. En verdad, nadie encarna mejor que ellos lo que puede haber de limpio y de digno en esa peligrosa palabra, refugio de canallas, como recordó Samuel Johnson, patriotismo. El ministro Lapid, nieto de una mujer asesinada por los nazis en Auschwitz, no tuvo empacho en decir, desde su escaño en el Parlamento de Israel, que las imágenes de las mujeres palestinas escarbando los escombros de sus casas derribadas por los tanques de Israel le «recordaron a su abuela». Y pidió que terminaran las demoliciones de viviendas en el campo de refugiados de Gaza porque esas acciones de represalias «no eran humanas, no eran judías». Aunque hayan llovido injurias y diatribas sobre Tomy Lapid, éste se halla todavía en el Parlamento y en el Gobierno y al frente de su partido. No sólo él representa, en su país, la alternativa de la sensatez y la decencia a la política demencial de Sharón. Hace apenas dos semanas una gigantesca multitud que se calcula entre cien mil y ciento cincuenta mil personas se manifestó en el centro de Tel Aviv, apoyando la salida de Israel de Gaza y pidiendo que el Gobierno de Israel entable negociaciones con la Autoridad Palestina. En los medios escritos y audiovisuales del país las críticas a los excesos y desafueros de Sharón son frecuentes. Como lo es el número de oficiales y soldados del Ejército israelí que, públicamente, se han negado a servir en acciones represivas o de exterminio de poblaciones civiles. Desgraciadamente, no hay ejemplos equivalentes del lado palestino.
No sólo por razones éticas hay coincidencia entre lo sucedido en Abu Ghraib y Gaza. La verdad es que la crisis de Irak y el problema palestino-israelí están visceralmente entreverados. El apoyo acrítico y total que el presidente Bush ha dado al plan de Sharón, durante la última visita de éste a Washington, no ha contribuido en nada a facilitar una solución negociada al problema neurálgico del Medio Oriente y sólo ha hecho más difícil y largo el fin de las hostilidades en Irak. En este país y en todos los países árabes hay enormes sectores sociales ansiosos por salir del oscurantismo despótico en el que todavía viven. Pero, mientras Estados Unidos sea percibido -y nadie ha hecho tanto como Bush para que ello sea cierto- como un aliado y cómplice sistemático de la política del Gobierno de Ariel Sharón, de imponer al pueblo palestino mediante acciones represivas salvajes, apropiaciones de territorios, asesinatos preventivos, hostigamiento militar y asfixia económica, una paz que se parece a la de los cementerios, cualquier acción o iniciativa procedente de Washington -incluso la muy positiva de derribar a un tirano que era un homicida patológico o la de impulsar una democratización- resulta sospechosa y es recibida con desconfianza y hostilidad. Eso ha convertido lo que parecía un paseo triunfal de las fuerzas de la coalición en Irak en la trampa mortal de la que ahora no saben cómo librarse.
Mucho me gustaría que se viera en Israel -y no es imposible que ello ocurra, pues, lo repito, a pesar de la política de Sharón ese país es todavía una democracia- el documental ‘Death in Gaza’ que pasó el jueves 27 por la noche la televisión británica. Fue dirigido por el camarógrafo James Millar, que murió por disparos del Ejército israelí mientras estaba filmándolo, en el mes de mayo pasado. Describe, con una helada objetividad, la vida que llevan los niños y las niñas en el campo de refugiados de Rafah, entre los escombros, la mugre, el miedo y las incursiones de los tanques y soldados de Israel, que dejan siempre una secuela de sangre y muerte.
La diversión de estas criaturas es salir a tirar piedras a los enemigos y, el resto del tiempo, distraer el hambre con sueños de odio, venganza, martirio, o esperar una muerte parecida a la que cercenó la vida de sus hermanos, padres, amigos. Entre los testimonios hay el de una adolescente, que ha perdido ocho miembros de su familia, y que mira a la cámara con una desazón y un vacío profundo, como si ya estuviera muerta. Mientras lo veía, de pronto sentí que las lágrimas me mojaban la cara. Parece mentira que la hermosa gesta de los sionistas que, después de sufrir tanto en Europa, llegaron a Palestina a convertir el desierto en un vergel y a construir una sociedad fraterna, libre y generosa, haya terminado en esta vergüenza.